domingo, 27 de febrero de 2011

Delitos y condenas



Estoy leyendo un libro que me tiene totalmente abstraído de la realidad. Hoy iba a continuar leyendo y las primeras palabras del párrafo en el que me había quedado me llamaron demasiado la atención.
Decían así:
Los sueños abarcaban una amplia gama de preocupaciones, influencias, gustos. Había tantos sueños como soñadores.
Con estas palabras el fondo del iceberg que venía ocultando de un tiempo para aquí salió a la superficie en mi cabeza, dejando el estropicio correspondiente de un montón de problemas que te explotan en la cara. Que lo he intentado olvidar eso está claro, pero se ve que ha quedado marcado a fuego en mí y que es más difícil de olvidar que de alcanzar la luna. Una amiga me dijo una noche, mientras él estaba delante de nosotros en un bar y yo le decía a ella, convencido plenamente, que ya no sentía nada cuando lo veía: «el primer amor siempre nos marca» (o algo por el estilo), «debemos aprender a amar a otros como lo hemos amado a él». Él fue mi mejor amigo  y mi primer amor, y nunca nadie ha podido reemplazarlo, lo fue todo para mí desde que tengo uso de razón, y supongo que ese tipo de apego no se elimina; y si se hace, para conseguirlo primero hay que terminar con uno mismo y crearse una identidad nueva, porque erradicar algo tan importante para uno es como tomar la decisión que hace que el cuchillo abra sendas heridas en tus brazos y te abandone al calor de la sangre. Y digo yo, ¿cómo voy a pretender olvidar a alguien cuando éste vive noche sí, noche también en mis sueños? Si aparece continuamente es porque algo queda, eso cae de cajón, y porque mi corazón no ha sabido aceptar todos estos años en los que él no ha estado a mi lado.

Las personas estamos acostumbradas a desplazarnos en direcciones horizontales, pero de vez en cuando alguno tiene la alocada idea de mirar para las estrellas e imaginarse cómo sería subir, moverse en vertical, o como a mí más me gusta decir: volar. Eso de vez en cuando me gusta hacer a mí, y es que a veces uno se puede dar el lujo de enloquecer. Pero igual no es que sea mera imaginación, igual es el recuerdo residual de un pasado que mi mente no puede soportar, un tiempo ya muerto en el que él me hacía volar cada vez que sonreía. Y ¡Dios!, empiezo a pensar que ya nadie podrá producir el mismo efecto en mí. Sólo basta con mirar a mi alrededor y ver que el chico con el que estoy quedando ahora y los que he dejado ya atrás no lo han conseguido, no porque no puedan, sino porque soy incapaz de sentirme así por otro (me cueste más o me cueste menos aceptarlo). Pero toda la culpa es mía. No es de él por haber estado ahí en momentos duros del pasado. No es de él por haber querido compartir momentos especiales conmigo. Sino mía. Yo soy el culpable de mi propio infierno por el beso que le robé una noche.

Me había invitado a dormir en su casa para ver unas películas. Cenamos salchichas, vimos Tomb Raider dos veces seguidas (nunca más la he vuelto a ver solo, no me atrevo) y hablamos un poco del quinto libro de Harry Potter (creo que por eso es mi favorito de toda la saga, por esa noche). Se nos hizo tan tarde que cuando me quise dar cuenta él ya se había quedado dormido. Tenerlo dormido a mi lado en la misma cama se me hizo insoportable. Respiraba con tanta paz que, no sé si en ese mismo instante o un poco más tarde cuando lo recordé, quise que aquello se repitiese todas las noches del resto de mi vida. Creo que nunca deseé algo con tanta fuerza como aquella noche, pero rogué a todo santo, a Dios y a todos los ángeles, que si de verdad existían, que por favor hicieran que algún día mi mejor amigo se convirtiese en mi marido. Fui tan vulnerable ante mis propios deseos que se me hizo imposible reprimir las ganas que tenía de besarlo. Sentir su aliento en mis labios y el picor de sus cuatro pelos del bigote en mis labios es algo que jamás, y repito, jamás, podré olvidar, pues aún es hoy que ese momento me vuelve loco. Fue un beso inocente, el simple roce de sus labios contra los míos fue suficiente para acallar las ganas que tenía de hacerlo. Dejé caer mi cabeza con mucho cuidado para no despertarlo, abrazando con mis labios el suyo superior. Duró un instante, pero permanecerá para siempre.

Y ese es mi delito. Y esta es mi condena. Los sueños son ahora lo único que me queda de lo que fue para mí, de lo que significó. Desde entonces no he podido volver a volar, me caí con tan mala pata de romperme las alas y sentenciarme a vagabundear amor por doquier, pues ya sé que nunca voy a poder estar con quien realmente quiero. Como un ángel caído, soy ahora un alma en pena que se reveló contra su Dios por haber robado el beso sagrado de sus labios carnosos. Ya no me queda nada. Y mientras escribo esto, lloro. Él es y será la causa por la que sueño cada día, por la que me siento a escribir desde hace varios años, por la que todavía me queda alguna fuerza para arrastrar las alas tras de mí y luchar por continuar vivo, pasito a pasito. Una vez lo dije para mí y supuso una verdad de las grandes, ahora lo grito con mis palabras para que todo el que quiera escuchar sepa por qué sigo caminando por la Tierra: ¡él es el amor de mi vida!

sábado, 19 de febrero de 2011

El punto de inflexión


Había pensado varios comienzos para esto, pero ya no recuerdo ninguno. La verdad, me cuesta escribirlo porque puede que signifique un punto de inflexión en mi modo de ver mi propia vida. Como siempre, te lo escribo a ti, porque al hacerlo las palabras fluyen con más facilidad y tampoco se me antoja una despedida definitiva, a pesar de que esa sea la intención global. Durante estos años mis sentimientos han estado anclados a dos personas importantes y una de ellas eres tú. Hasta hace muy poco todavía soñaba con tu vuelta a mi vida, tenía la infantil esperanza de que al final de todo este sufrimiento una fuerza divina o mágica decidiera que tú y yo deberíamos estar juntos y te trajese junto a mí. Soñaba despierto con la idea de que yo no pertenecía a nadie más que no fuera a ti. Pero ya no creo en otra magia más que sobre la que puedo escribir.

Acabo de terminar de hacer una maleta y me da la impresión de que lo único que he metido en ella han sido recuerdos, amontonados sin ton ni son, esperando a que cuando llegue a Galicia los arroje al mar. Esta temporada me ha servido para hacer un repaso exhaustivo por todo mi pasado, analizando cada paso que me ha traído hasta aquí. Y me he dado cuenta de que llevo demasiado tiempo evitando a otros por culpa de la esperanza que me daban los sueños que cada noche tenía sobre tu vuelta. Y te puedo decir claramente que ya no puedo más. Lo único que queda ya en mí son los recuerdos que un día puede que terminen en las estanterías de muchas librerías, con algo de suerte. Ya no queda la esperanza de volverte a ver, ni la añoranza, ni siquiera el cosquilleo que me producía el pensar en ti cada mañana.

Y te preguntarás porqué esto ahora, qué es lo que me ha hecho bajar de las nubes y convertirme en un mortal más, si durante tantos años nada ha conseguido borrarte de mi cabeza. Pues se trata de otro chico, uno que llegó de imprevisto y que me anima a salir de este bucle de soledad del que yo mismo nunca quise salir. Con esto no estoy diciendo que él vaya a ser algo importante para mí, o que ya lo sea. De momento lo que representa es la fuerza para dar un paso más, con el mero hecho de estar ahí me insta a intentar algo serio. El haberlo conocido me ha demostrado que no sólo tú eres el adecuado para mí. Ya no eres el único al que me apetece ver, pues ansío el día de la semana que viene en el que vuelva a esta vieja ciudad y quede con él. Por ahora la cosa va despacio, pero ya me conoces, soy bastante torpe cuando corro. Ni siquiera creo que me importe ahora hacia dónde pueda derivar todo esto que estoy viviendo con él, el caso es que lo importante es simplemente que lo estoy intentando, y con ganas.

Todavía te tendré presente, para qué engañarme, y tus ojos me seguirán inspirando para escribir sobre lo que vivimos y lo que deberíamos haber vivido. Sin embargo, ya no eres el único que me inspira. Ahora formas parte de mis palabras y los recuerdos que de ti me quedan son ahora pilares a los que puedo aferrarme y afirmar que he amado, y ese amor ha forjado lo que ahora soy, de lo cual estoy orgulloso.

martes, 15 de febrero de 2011

Una cazadora de cuero negro



Ayer fue final de exámenes para muchos, para mí lo será en un par de días. Aun así salí a celebrarlo porque el que me queda no es muy importante. Supongo que también me apetecía celebrar que un año más continúo buscando el amor, pues no sólo los que ya lo han encontrado, o creen haberlo hecho, tienen derecho a celebrarlo. En general fue un gran día en compañía de amigos, pero hoy cuando me levanté había un hecho que destacaba sobre todos los demás: que lo había vuelto a ver.

No sé qué es lo que tiene ese chico, pero es que me inspira a escribir. Puedo afirmar sin el error de caer en una metáfora que es mi musa. El “muchacho del bar” al que una vez me imaginé tocando el piano para mí, volvió a dejarse caer en mi vida. Yo esperaba con una amiga la cola del McDonald's, cuando lo vi apoyado en el pasamanos de las escaleras. Llegué a dudar de si se trataba de él, más que nada porque durante estas semanas había olvidado su cara y lo único que de él me quedaba era el recuerdo de la sensación que me había producido. Pero efectivamente era él, con su mirada distraída mirando el vacío y sin reparar en que yo estaba allí con una sonrisa dibujada por haberlo visto. Y sus manos... seguían siendo tan perfectas como recordaba. Pero no pensé para nada en cómo sería que tocase para mí, esta vez no dejé que mi cabeza soñara, sino que disfruté del momento de verlo y tenerlo cerca. Llevaba la misma cazadora de cuero negro que la última vez, lo cual me hizo sonreír, porque en mi cabeza su imagen y todas las cazadoras de cuero negro del mundo ahora estaban ligadas; ahora cuando pensase en una cazadora de cuero negro lo vería a él vestirla. El momento fue demasiado corto, pues recogió su pedido y subió a tomárselo, «con alguien especial», supuse para mí.

Pero no quedó ahí la cosa. Salimos de allí y tres amigas mías y yo caminamos bajo la lluvia menuda que caía sobre la ciudad, dirigiéndonos hacia un bar a tomarnos unas cervezas. Íbamos por una de las calles que más me gustan de esta ciudad (y supongo que ahora más), cuando por un motivo extraño miré hacia atrás. Sí, allí estaba él, venía detrás, y sólo (quizás la hamburguesa se la había tomado sin ninguna "compañía especial"). Nuestras miradas se encontraron y sentí algo que las dos ocasiones anteriores no había hecho: fuerza, había mucha fuerza en su mirada. Agaché la cabeza, intimidado, y continué caminando, torpemente porque notaba su mirada en la parte de atrás de mi cabeza. Aquella mirada me ha tenido pensando todo el día. Conozco a pocas personas que hayan tenido ese efecto en mí, pero una de ellas es mi abuela materna, una de las personas más importantes en mi vida, y fuerte, sobre todo ella es fuerte. Esa fuerza es la que ha hecho que se afiance todavía más su imagen a mi memoria. Pero también produce algo en mí que no se trata de un sentimiento, sino de una sensación, que me recuerda que llevo demasiado tiempo solo esperando a alguien especial. Y lo más intrigante de todo es que nunca había sentido la misma necesidad de conocer a alguien como la tengo por él. Él no solo me insta a escribir, sino que ha inspirado este blog, y día a día me hace rezar para volverlo a ver, aunque sea un instante antes de que se pierda entre la cantidad de turistas de esta vieja ciudad. Tengo la necesidad de conocerlo, quiero estar cerca de él, porque nadie había despertado este interés en mí.

Llevaba varios días triste, con el bloqueo del escritor a cuestas, pero el volverlo a ver me ha sentado de nuevo delante del ordenador. Ese muchacho del bar me ha devuelto la esperanza de encontrar algo adecuado. Y otra vez se me antoja demasiado curioso que alguien al que no conozco de nada produzca este efecto en mí. Pero me da igual. Él es mi musa ahora.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Los Levi's desgastados y el cigarro de después


Anoche, en el momento en el que caí rendido en la cama, tuve una visión sobre ti, un delirio producido por el cansancio que se mezcló con mis sueños hasta crear un entramado de sensaciones que ahora soy incapaz de separar de la realidad o de la irrealidad. Fue en un estado de conciencia intermitente, semejante a la duermevela, en el que te vi sentado dentro de tu coche. Tenías los pies sobre el salpicadero, como si estuvieras descansando. Las suelas de tus zapatos estaban gastadas y agarrabas un tobillo con la mano en la que sueles llevar el reloj que te regalaron tus padres hace años por tu cumpleaños. Ibas bastante elegante, con una americana y camisa blanca, pero tu cara no reflejaba lo mismo. No te habías afeitado y el pelo rubio se te caía por la frente, enmarañado como una enredadera que cae por la fachada triste de una casa abandonada. Vi que algo te preocupaba, pero no supe deducir de qué se trataba. ¿Por qué ibas así vestido? Los rayos quejumbrosos del ocaso cruzaban la luna delantera de tu coche, otorgándole a tus ojos azules un destello anaranjado que me hizo recordar aquella playa por la que solíamos pasear y en la que el mar y el sol se fusionaban al atardecer, mientras me besabas. Y fue entonces cuando tuve esa sensación que poco después me despertaría y me haría vomitar. Sentí que me estabas olvidando, que ya habías decidido rendirte. Una serie de imágenes pasaron por delante de mí, imágenes de todo este tiempo que llevamos separados. Y te vi avanzar, vivir tu vida sin mí. Incluso pude ver que igual tu corazón ya palpitaba por otro y que sobre tu mesilla de noche ya no descansaba el ejemplar de “1984” que una tarde te regalé. El dolor fue tan grande que en el sueño (si se le puede llamar así) me vi a mí mismo separar la mirada lejos de tu cara. Luego escuché la puerta de tu coche cerrarse tras de mí, oí cómo las piedras crujían bajo tus zapatos gastados al acercarte, y cuando me volví para mirarte, sólo me dijiste una cosa: «no caigas tú también en esto».

Creo que ahí fue cuando me desperté, aunque no puedo asegurarlo. Solo sé que es lo último que recuerdo del “sueño”. Pero incluso consciente, aquella angustia me oprimía el estómago. No dejaba de ver tu expresión llena de tristeza mirarme y repetir una y otra vez esas palabras que tanto me torturan y que no logro encontrarles sentido. Entonces no tuve más remedio que correr hacia el baño...

Me pregunto de dónde podrías venir tan arreglado, o más bien, por qué te “soñé” así. ¿Porqué esa cara tan desaliñada? Quisiera saber qué significaba tu mirada perdida en la caída del sol y esos ojos tristes que en un tiempo ya viejo, con sólo mirarlos, constituían mi alimento para vivir. Pero, a pesar de todo, no vale la pena pensar en esas cosas, pues no fue más que un sueño resultado de un largo día de estudio y una mente demasiado cansada, y del conglomerado de sentimientos que sí son completamente verdad: que echo de menos tus Levi's desgastados, tu mirada perdida cuando te cruzaste conmigo por primera vez en la calle, el tacto de tu pelo húmedo cada noche cuando te metías en la cama, el tatuaje de tu brazo, el cigarro que te fumabas después de hacernos el amor y que yo tanto odiaba, tu camiseta blanca rota por debajo de un sobaco que sólo usabas para dormir y el vibrato de tu voz cuando me susurrabas «buenas noches, pequeño».

“Pequeño”, siempre me llamabas. Ya nunca nadie lo ha vuelto a hacer. Lo echo tantísimo de menos que hasta mi inconsciente me tortura con momentos ficticios como éste.

lunes, 7 de febrero de 2011

¡Jaque Mate!


Este es el recuerdo de una época oscura en mi vida, ya terminada (aunque ahora no es que la que estoy viviendo sea muy brillante). A pesar de mi personalidad inalterable y mi carácter fuerte, como todos dicen, me dejé embaucar por los hechizos de un muchacho tóxico, que me envolvió con sus mentiras y me hizo creer que él era el que tanto tiempo había esperado. Se disfrazó de mis sueños y me arrastró poco a poco hasta el lugar en el que se hallaba lo peor de mí.

Lo conocí una noche y me quiso conocer mejor tomando un café. Chateamos un día a las 6 de la mañana, porque casualmente ninguno de los dos podía dormir, y quedamos a las 11 para conocernos mejor. Todo parecía perfecto y yo no paraba de dar gracias a Dios porque creía haber encontrado al que me haría feliz el resto de mi vida. Supongo que canté victoria demasiado pronto. Comenzamos a vernos por las tardes, a dar paseos por la ciudad, a encontrarnos por la noche y a terminar la noche en cualquier lugar, abrazados. Durante la primera semana no hubo besos, tan solo abrazos; él tenía faringitis y no me la quería pegar. El primer beso vino frente a la catedral... y fue perfecto. Pero entonces se convirtió en un chupasangre que borró todo lo bueno en mí, dejando solo lo peor. Me convirtió en su perro faldero y me paseó por la noche, mirando mal a la gente y enfrentándome al mundo. Me dejó sin mi personalidad. Pero la culpa no fue toda de él, yo puse una venda sobre mis ojos y me dejé llevar, creyendo que era Él. Noche tras noche nos emborrachamos (a escondidas, él hacía algo más). Éramos él y yo contra el mundo, pero de la forma más vulgar y cruel que se haya podido esperar de una persona. Alejé de mi lado a varias personas que había conocido, sin darles la oportunidad de demostrarme realmente cómo eran, pues este muchacho alegaba que eran “malas personas”, y yo le creía. Incluso llegamos a un enfrentamiento con uno de ellos, que terminó con la nariz de éste sangrando y su camiseta rota. Esa noche, de vuelta a su casa, nos reímos de cómo le había pegado el puñetazo.

Una noche volvía solo para casa, antes de que llegara el fin de todo. Borracho, me tumbé en un banco y observé cómo las estrellas desaparecían en el cielo a medida que el sol salía a la mañana. Entonces la voz en mi cabeza me lo advirtió, y sólo me dijo una cosa: «¡huye!». En ese momento la venda de mis ojos cayó. Pasé una semana sin saber mucho de él, los trabajos lo mantenían ocupado. Cuando volví a tener noticias de él, fue mediante un correo en el que me echaba en cara que tuviera a dos chicos agregados a una de las redes sociales. Evidentemente, estos chicos no eran más que conocidos, ni siquiera estaba interesado. Sin embargo, él no me creyó. Así que hice acopio de todo mi carácter ya olvidado y le dejé las cosas claras. Puse fin a la relación, yo no valía (ni valgo) para ser de esos que siguen a otros. Él me dejó de hablar. Y de verdad, se lo agradecí, porque me fue muy fácil olvidarlo.

Todavía me lo encuentro por ahí, cuando salgo de fiesta. Ahora me vuelve a saludar y me reprocha que sea borde con él; «después de todo», me dice. Pero, ¿qué espera? Ya no soy como él me quería hacer. Me importa poco que me salude, que me hable, que me coja la mano. No siento nada. He caído una vez en ese tipo de persona, pero ni una más (eso espero). He tenido que perder “la reina” una vez, un gambito inesperado, para hacer jaque mate al lado oscuro de ese Yo que él creó.
Supongo que aquello tenía que haber pasado para que yo viera que no era de hierro, y también para darme cuenta de que valgo más que esa gente. Porque puedo estar un poco perdido ahora mismo, pero mi personalidad sigue intacta, y eso es una de las cosas más importantes. Ya nadie me puede pisar. Sé lo que quiero.

viernes, 4 de febrero de 2011

Un juego masoquista



A veces de verdad creo que me gustan mis caídas, que un sentimiento masoquista me embarga cuando estoy de acuerdo con cada tropiezo que me encuentro en el camino. La explicación que siempre me he dado es que “si ahora me pasan cosas malas, llegará el momento en el que eso ya no suceda”. Pero, ¿qué movimiento cósmico dicta esta sentencia? Ninguno. Soy masoquista y punto. Y lo soy hasta rabiar porque no tengo el valor suficiente de coger todos los recuerdos que llevan tu nombre y tirarlos al fuego del olvido. Me regocijo reviviéndolos y acariciando la esperanza de que puedan volver. Y a veces me digo: «de verdad, Pablo, qué penita».

Nunca he consumido drogas, pero puedo afirmar que sé qué se siente cuando se tiene un gran mono. Incluso a veces hasta tiemblo en la cama, acostado en posición fetal y con las sábanas aferradas a mi pecho, cuando recuerdo que probé tus labios. Como un yonki, camino por la vida mendigando un poco de amor que me ayude a superar un día más, pero es como darle un vaso de alcohol a alguien que lo que más desea es un chute de heroína. Mis vasos de vino son esas noches que termino durmiendo fuera de casa y los sueños que sobre ti tengo de vez en cuando, en esos en los que mi mente fantasea con el momento en el que tu universo y el mío colisionen y me encuentres. Y como he dicho, no son suficientes para que los temblores cesen, ni la angustia que me cae sobre el pecho desnudo, ni las mil lágrimas que escondo debajo de las sábanas, ni el amor que siento por ti...

A veces me siento como la bola blanca del billar, golpeado continuamente por el palo de la adversidad y chocando continuamente con aquellos que se me cruzan en el camino, con el único respiro de caer en un agujero; y total, para volver a empezar... Ahora no puedo verte porque estás lejos. Es como el que de repente se levanta una mañana y todo se ha vuelto negro, sin nada que ver y sin saber qué camino tomar porque todo es igual, es decir, oscuridad. Mi sol se ha apagado y lo único que puedo hacer es dejarme llevar por el empuje del destino y esperar a caer en algún agujero que me deje respirar por unos segundos, o con la infantil esperanza de que una mano me recoja y ésta sea la tuya.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Un sol fuera de lugar

 
Todavía hay cosas en mi cabeza que no logro comprender. Una de ellas, y puede que la más interesante, son mis sueños. Una vez soñé que estaba en la calle frente al edificio en el que viví los dos años que duró mi intento de sacarme Dirección de Empresas y convertirme en un “zombie”, dejando de lado mi verdadera vocación y forzándome a pensar que no valía para soñar (claramente eso me duró sólo ese par de años, porque luego abandoné por la puerta grande para venirme a estudiar lo que realmente me gusta). No estaba solo, sino con un amigo cuya cara ahora no puedo enfocar bien, supongo que porque este sueño tuvo lugar hace ya bastante tiempo, pero sí recuerdo que mi reloj marcaba las tres de la mañana y el sol relucía en el cielo. Fue algo muy extraño y a mi amigo le había dicho: «oye, son las tres de la mañana», mirando el reloj de mi muñeca, que de aquella todavía no me lo habían regalado mis padres; otro dato curioso, «¡y todavía es de día!» Él me había mirado con total parsimonia y me había dicho: «ya, ¿y qué?» Como si fuese totalmente normal que a las tres de la mañana la luna hubiese dado paso al sol allá arriba. También, lo que me parece bastante curioso es que me haya quedado con casi todos los detalles del sueño, excepto con la cara de mi acompañante.

Hace unos días en una canción («¿otra vez en una canción?»; «sí, lo sé, soy melómano a rabiar») escuché que hablaban de esto. En ella Steve Perry, vocalista de Journey, cantaba allá por los 70 la canción de Faithfully, todo un imno para mi situación ahora, con frases como «i'm still yours», «sleep alone tonight»... y la más llamativa, con la que empieza la canción: «highway run into the midnight sun». Me llamó mucho la atención el término de “sol de media noche”, así que lo busqué en Internet y algo encontré: se trata de un fenómeno natural que ocurre en los meses de verano por latitudes altas en el cual el sol se mantiene sobre la bóveda celeste 24 horas. Y he aquí la cuestión: ¿cómo diablos he soñado yo con un hecho que jamás en la vida he presenciado?

Es curioso y enigmático. Y si eres estudiante de psicología te supone todo un reto descifrar de dónde viene, si es un recuerdo proveniente de un estado de conciencia superior, si pertenece a otra persona... Porque una cosa debo confesar: siempre he apostado por el poder de la mente del ser humano, y está claro que es más de lo que se ha descubierto hasta ahora.