miércoles, 23 de marzo de 2011

Empañando la ventana




Es una hora fuera del tiempo y mi subconsciente no para de recordar el nombre. Tantos años a través de las eras y todavía estamos así. ¡Qué destino tan infantil!

He vagado con la música a cuestas, las canciones daban forma a la banda sonora que un día tocarían a mi entrada en el cielo. He llamado a las puertas de la calle en la que ninguna es del mismo color, he entrado en muchas y no me he quedado en ninguna. Encerrado en la mía propia me pregunto dónde estabas cuando se murió la última de mis neuronas dedicada al sentido común. Me he convertido en un niño idiota que sólo es arrastrado por este mundo por las corrientes del dolor y del perdón, con la esperanza de redimirse. ¿Dónde estabas cuando mi corazón fue desterrado al fondo de una caja de zapatos? No lo necesitaba ya, solía preguntarme que para qué lo quería si lo único que hacía era su trabajo fisiológico, pues estaba vacío de sentimientos. Y ahora me digo que me duele, me lo repito varias veces, borracho en mi cama. Sobre mi cabeza, una foto tuya; a mi derecha, un colage de recuerdos y palabras; la palma de mi mano sobre la frente y mis ojos imaginándose los cielos de salvación. Y todo para siempre llegar a la conclusión de que él no se siente igual, continúa su vida llamando a las puertas de la calle.

A pesar de todo lo vivido, todavía regresa a mis sueños ese nombre que me acompañó por el universo, a través de galaxias y viviendo las vidas que nos ayudarían a aprehender los valores que hacen al alma brillar. Pero ya no hay acordes en el piano ni paseos por la playa ni “no te vayas” tirados en el tejado de una casa cualquiera; esos delirios se han erosionado con los años. Sólo vacío, alcohol y vacío. Pronto llegará la resaca que deja el dolor, esa que mientras estás ebrio de él no te deja llorar, tan solo ríes para olvidar. Y no soy capaz, nadie es tan duro como eso, la resaca siempre llega y te deshaces en lágrimas delante de la ventana, jugando a imaginar dónde puede estar. ¿En qué parte de este universo camina el alma que me acompañó ese largo pasaje? Recuerdo el nombre, y mi corazón encerrado en la caja de zapatos en la que lo he desterrado grita, desgarrando el espacio vacío entre dos almas demasiado orgullosas para aceptar que dependen la una de la otra. Es entonces cuando se puede llegar a pensar, y yo lo hago siempre, que “igual nunca me vaya a sentir bien”, que superado el dolor sólo hay resaca y ya está.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El final del pasaje



Será porque la casa está en silencio. Quizá la culpa la tenga el cansancio, que no suele llegar antes de las tres. O puede que mis pensamientos tomen consciencia en cuanto las sábanas tapan mi cuerpo hasta la boca y mi cabeza se ladea sobre la almohada. El caso es que mis ojos no quieren cerrarse, y yo tengo clase mañana a las nueve...

Hoy no he ido con la cabeza muy alta al caminar. Se me ha caído la cortina encima dos veces porque el riel estaba suelto cuando limpiaba el salón. No, mi sonrisa hoy no ha tenido uso. Y todo puede ser porque le he dado mil vueltas durante todo el día al sueño de la noche anterior, y a la canción. Aquel en el que en un bar un grupo de personas que no conozco de la vida real cantaban una canción que yo mismo había escogido, como si mandase sobre ellos. Tu pelo rubio y yo en la barra, contemplábamos aquel espectáculo. Antes de que terminaran de cantar, te volvías hacia mí con esos ojos azules, me decías que ya no podías más y me besabas, sí, y no ha habido beso más deseado en toda mi vida, ni despierto ni soñando. Parece que los sueños se están volviendo una segunda parte de mi vida. Puede que sea yo el que descubra un nuevo síndrome, el de la segunda vida en sueños... ¡yo qué sé! Luego tu novia se acercaba a nosotros y comenzaba a cantar “Everybody Hurts” de REM, dándonos a entender qué, ¿que no le importaba...? Al despertarme me dije: «¡joder!, mis sueños se están volviendo más extraños cada noche».

Lo bueno de todo este sueño, porque el resto ha sido pura demencia, es que él ya no está ahí. Antes podía haber pasado de largo delante de nosotros en él y saludar, o mismo ser el chico rubio, osea, tú. Pero ahora ya no está. Es como ese dolor de cabeza que te asalta al comienzo de la noche y no te deja dormir. Soy un experto en jaquecas, así que sé de qué hablo. Cuando al fin remite y tu cerebro se va dejando llevar por el cansancio puede que ya sean las cuatro de la mañana, pero no importa, porque el dolor de cabeza ya no está y la sensación de alivio es increíble. Eso era para mí su recuerdo, un dolor de cabeza. Pero escribir es mi analgésico, mi marca de Ibuprofeno, el modo en que he podido aliviar la inflamación con palabras. Ya no está ahí, y será tarde y no podré dormirme, pero hay tranquilidad en mi corazón porque sé que no va a volver a entrar en ningún otro sueño que yo tenga. Se terminó la jaqueca.

No te conozco, chico rubio del sueño (y menos a tu novia). La verdad, nunca me han llamado la atención los rubios. Pero para ti está abierta la puerta de mi casa. No tendría reparo alguno en que ocupases un lugar en mi vida , ese que ha quedado vacío. Pero debo advertirte, porque sería un canalla si te mintiera, de que soy un soñador. Tendrías que aprender a vivir dos vidas a la vez, pero eso sí, siempre conmigo.

Anoche la tormenta me arrullaba con sus lágrimas en mi ventana. Hoy la casa está en silencio. Puede que por eso hoy me cueste más dormirme, me falta el ruido que acalle mis pensamientos. Pero no importa, porque estos ya no están dedicados a él. Por fin puedo afirmar que he sobrevivido a un naufragio emocional. Hay fuerzas para comenzar y camino nuevo en la playa en la que he quedado varado. Todo está en silencio, no hay ruido. Pero tampoco jaqueca. Se terminó. He caminado por “el pasaje” hacia el olvido y he llegado al final, donde hay luz dorada que cae en forma de cabellos. Y no pienso mirar atrás.

miércoles, 9 de marzo de 2011

El puente Roseman



En mi libro favorito, y que más tarde se convirtió también en mi película favorita, se narra el romance que dos personas experimentan durante tan sólo cuatro días, con la visión del puente Roseman de fondo, uno de los seis de Madyson County. Es la historia real del poder del deber sobre el amor verdadero, que no siempre lo puede todo. El libro me hizo llorar los últimos capítulos, la película me arrancó el corazón. Me identifico con la protagonista, Francesca, de un modo curioso, pues (sin desvelar nada de la trama) el esfuerzo que tuvo que hacer fue inmenso; no lo he padecido yo, pero el dolor que cada vez que vuelvo a verla me destroza el pecho es real de tal modo que de alguna manera representa algo que de verdad existió dentro de mí. Puede ser el miedo a verme en dicha situación, o puede ser que traducido a mi vida me haya visto implicado en algo similar, pues yo tuve que dejar marchar al amor de mi vida (y todavía me estoy esforzando por ello).

Como Francesca, me aferro a la manilla de la puerta de una furgoneta, deseoso de salir bajo la lluvia y detener la otra que va delante, esa de chapa verde. Al igual que ella, las palabras resuenan en mi cabeza una y otra vez: «Recuérdame una vez más por qué tengo que irme contigo.» Me repito a mí mismo que así tiene que ser, que es el deber. El sufrimiento que escogemos es más doloroso que el impuesto. Todos preferimos una vida repleta de amor y pasión, pero pocos se aferran al valor de quedarse estáticos en el tiempo y continuar su vida. Pero, ¿debería llamarse a eso valor, o tal vez sea cobardía? Porque, ¿cuántas personas se dejan llevar por el impulso que los invita a presentarse a la persona que tanto llama su atención? O yo, sin ir más lejos, que durante años he estado enamorado del chico equivocado, buscando a alguien que encaje como él lo hacía, y que no me atrevo a dejar pasar a nadie a mi mundo privado. Pero no hay valor o cobardía en dichos actos, sino deber. En parte yo soy como Francesca, me aferro al recuerdo sin el impulso suficiente para abrir la puerta y gritar: «Espera, repítelo otra vez y me voy contigo.» Como ella le dice a su marido, yo le digo a la vida: «Dame un momento, por favor»; y lloro apoyado contra la ventanilla, con mi reflejo desintegrado por las gotas de lluvia, al más puro estilo metafórico de mi corazón.

Kinkaid le había dicho en una ocasión a Francesca: «Ese tipo de certeza sólo se presenta una vez en la vida.» Y es verdad. Una vez en la vida tenemos la certeza de estar ante el camino correcto. La decisión de tomarlo o no es nuestra. Creo que todavía no se ha presentado para mí, porque ahora que ha pasado el tiempo y que el escribir sobre ello me ha ayudado a superarlo, cuando sentía ese amor por él, por mi amigo, no sentía que fuera lo correcto. Pensándolo objetivamente, creo que fui yo mismo quién se lo quiso creer. Pero ya no es así. Tan solo espero que llegado el momento tenga el mismo valor que Francesca para tomar la decisión acertada, pues considero que ella sí hizo lo que debiera. Y fue feliz. Por todo esto su historia me llega tanto, más que ninguna otra, porque escogió la tragedia, mas sabía que aun así, por mucho que le costase admitirlo, era el camino correcto que debía coger. Esa fue su certeza.

sábado, 5 de marzo de 2011

Gritos en la carretera



Podemos pasarnos años sin escuchar la voz de una persona. Sin embargo, en momentos en los que menos esperábamos recuperar dicho recuerdo, escuchamos esa voz que tan especial fue en un tiempo, como si surgiera de algún lugar dentro de nosotros. Incluso podemos ser capaces de escucharlos susurrarnos cosas al oído cuando nos estamos quedando dormidos, o cuando nos quedamos atontados mirando el vacío y sin atender a nada. O también esas voces pueden convertirse en gritos que nos pueden sacar de muchos apuros si sabemos escucharlas con atención.

Esta historia no trata de susurros del pasado, ni siquiera trata de fantasmas. Lo que intento contar con ella es la extraña capacidad que poseemos las personas para sobrevivir en ciertos momentos peligrosos de nuestras vidas, o más concretamente, de cómo algunas personas dejan una marca tan intensa en nuestra memoria que son capaces de protegernos, incluso una vez que ya se han ido.

Mi madre conducía sola una noche a eso de las nueve y ya precisaba de los faros para poder ver la carretera. Mi padre iba tras ella en el otro coche. Ambos venían del hospital de ver a la madre de mi padre, que la habían operado. No sé exactamente el porqué, pero habían ido en ambos coches. El trayecto de vuelta a casa era corto, sin embargo, a unos pocos minutos de coger el coche, mi madre comenzó a quedarse dormida. Puso la música alta y también quitó la calefacción, pero aún así el cansancio no se atenuaba. Luchó por mantener los ojos abiertos, pero le fue imposible. El coche describía curvas en la carretera, sin seguir la dirección recta que mi madre luchaba por mantener. Mi padre le estaba haciendo luces para llamar su atención y que parase a un lado de la carretera para ver qué era lo que le estaba pasando, pero ella no parecía enterarse. Sus esfuerzos por mantenerse despierta fueron insuficientes. Se quedó dormida. Pero no fue demasiado tiempo, es más, fue muy poco tiempo, quizá milésimas de segundos, el que transcurrió hasta que se despertó sobresaltada por lo que acababa de escuchar. Su padre le había gritado a su lado: «¡Despierta, nena!». En el asiento del conductor, efectivamente, no había nadie, y mucho menos mis abuelo, que lleva años fallecido. Al llegar a casa mi padre la gritó: «Pero qué te pasaba, no parabas de dar bandazos. ¡Casi te matas!». Mi madre le explicó que se había quedado dormida al volante y que su padre la había despertado a gritos.

Esta historia no me la contó mi madre, evidentemente. Supongo que subestima demasiado mi fe en este tipo de cosas, o puede que haya sido porque no quería contármelo, pues el hecho de haberlo hecho le podría haber sonado a cuento chino hasta a ella misma. Me la contó mi abuela, un día mientras hablábamos por teléfono. Yo no dudo para nada de la veracidad de las palabras de mi madre, pero mucho menos de las de la suya, mi abuela. Yo siempre he sido un creyente, pero de unos cuantos años para aquí me he cuestionado todo lo referente al tema de Dios y la vida después de la muerte. Yo por supuesto que creo, pero ¿cómo no voy a creer cuando en mi familia han pasado muchas cosas extrañas de este tipo? No soy religioso, pero sí puramente espiritual, y sobre todo sé que hay un ente superior que gobierna las leyes del universo (le llamo Dios por costumbre), pero no considero que sea la figura paternal que la Iglesia le atribuye, más que nada porque está demasiado humanizada y huele a cuento chino por todos lados. También he investigado sobre reencarnación y he leído bastantes libros y creo a pies juntillas en ella, pero no me voy a extender más en esto.

No sé si a mi madre la despertó su propio cerebro, activando alguna capacidad cerebral que le advirtiera desde el inconsciente que estaba conduciendo, que no se podía dormir; o en cambio lo hizo realmente la esencia de mi abuelo que, como a ella y a mi abuela les gusta creer, está protegiéndola. Yo me quedo con un poco de ambas, pues me gusta seguir creyendo que todavía puede haber una conexión entre la ciencia y el espíritu. A mí también me ha protegido algún tipo de fuerza extraña en algún momento de mi vida en los que bien podría haberme pasado algo grave y sin embargo, salí ileso. ¿Puede que yo también tenga algún tipo de protección? Pues no lo sé. Lo que sí sé es que mi madre escuchó el grito de mi abuelo que la despertaba, y por eso ahora, gracias a él, no tenemos nada que lamentar.