domingo, 22 de abril de 2012

Abandono



¿Habéis visto alguna vez un ave caminando? Sólo caminando porque sus alas habrían perdido funcionalidad. Pues entonces ya me conocéis un poco más, ya que me habréis visto. Mi pecado ha sido jugar contra unos contrincantes que me quedaban muy grandes: los sentimientos. Y como a Ícaro, mis alas se han colapsado por el peso de la ambición. Pues creí que podía encerrar a mi antiguo “yo” en una celda al fondo de mi mente, pero olvidé que éste es inalienable a mí y que siempre está presente, irradiando la debilidad que me hace caer una y otra vez. Y por más que diga que “para ser un hombre fuerte primero hay que ser un niño débil”, creo que todavía sigo siendo aquel niño apocado y que estoy lejos de convertirme en un hombre.
Y ahora os veo frente a mí, dándome la espalda uno a uno, y contemplo el reflejo de mis plegarias. Ahora comienzo a entender que el camino que he escogido es demasiado estrecho para que nadie pase a mi lado. Si al llegar a la meta el camino se ensancha, eso ya no lo sé. Los mejores han caminado solos durante años y no recuerdo haber oído una sola queja de sus labios. Entonces, ¿porqué siento que a pesar de ser lo que quiero, no me hace feliz? La frialdad ártica no me beneficia. Es lo contrario lo que sé que puede llegar a calentarme de nuevo las manos, que ahora gélidas se detienen a enjugar mis lágrimas. Lo he intentado, juro que lo he hecho, pero no sirvo para esto porque me implico muy rápidamente.
Sí, tú. A ti es a quien van dirigidas estas palabras, más que al resto. Tu rostro difuso y tus ojos azules no deberían volverse en contra de mí. Y lo estás haciendo ahora. Me miras con dureza y me haces sentirme pequeño. ¿Crees que no es complicado para mí también? ¿Crees que todavía no me acuerdo? No quiero ser uno más y vestir camisa de fuerza. Toda mi vida te has camuflado entre todos los demás y es ahora cuando por fin sólo puedo verte a ti. ¿Me esperarás?
¿Tendré yo el valor para esperarte a ti?




-¿Habéis visto alguna vez un ave caminando? -les pregunté a aquellos que estaban frente a mí en aquellos parajes de una tierra oscura.
Continué hablando a medida que uno a uno se daban la vuelta y me dejaban atrás, como una masa que acude a la guillotina a ver el macabro espectáculo; una vez la cabeza se desprende del cuerpo ya no hay nada más que hacer allí. Mi diatriba parecía no importarles en absoluto. Sólo uno de ellos continuaba quieto, el único que no había conocido aún el olor de mis sábanas.
-Si, tú -le espeté, sin conseguir reacción ninguna, al cabo de un rato de discurso inconexo-. A ti es a quien van dirigidas estas palabras. -Esos ojos azules no se movían ni aunque los demás pasaran por delante de él en su empresa por dejar el lugar-. ¿Crees que todavía no me acuerdo? -Yo sólo podía continuar hablando, la única forma que tenía de no derrumbarme y llorar-: ¿Me esperarás?
Y me tendió una mano, que quedó levitando frente a mí a una distancia tan pequeña y a la vez tan grande que resumía una vida entera en este mundo.
-¿Tendré yo el valor para esperarte a ti?
Y una lágrima solitaria descendió hacia su mejilla, donde se perdió entre las sombras que envolvían su rostro.
Siempre me odiaré por no acudir a besar esa lágrima.


martes, 10 de abril de 2012

Ni siquiera la tormenta



El atardecer tiene ese tono dorado de cuando los rayos del decadente sol atraviesan las nubes oscuras repletas de lluvia. A través de la ventana en el tejado de mi casa entran algunas gotas que mojan mi cara. La inmensa nube negra sobre mi cabeza, que cubre todo lo que mi vista alcanza hasta el mar, con sus formas redondeadas se me antoja una inmensa mano que pronto caerá sobre mí con su viento, lluvia y truenos. La luz lucha por alejar a la enorme mancha negra lejos de la tierra verde que me rodea, lejos de las montañas con su manto de árboles, lejos también de los seres humanos que temerosos se afinan en sus casa o caminan bajo la protección de un paraguas. En cambio yo solo soy un mero espectador, un curioso ajeno a la magnitud del poder de la naturaleza. Y contemplo a los árboles mecerse ante mí y a las gaviotas bramar sobre mi cabeza. ¡Dios!, cómo me gustaría a mí ser una de ellas y alzarme sobre los demás y romper a gritar. Gritar para que todos se dieran cuenta de que llevo mucho tiempo apretando los dientes para impedir que ningún sonido saliese de mi boca, para evitar que nadie se diera cuenta que tras esta máscara de impasibilidad se halla una tormenta que lucha por estallar. La ventana retumba con el sonido de un trueno a lo lejos, potente a pesar de la distancia. Pero yo de eso sé muy bien, porque a pesar de la distancia hay cosas que viajan a más velocidad que algunas otras, como el sonido, la luz o los sentimientos. Yo sé bien de distancias, porque mi corazón lleva años retumbando por el sonido de un amor lejano. La cantidad de lluvia comienza a incrementarse, el polvo de las ventanas acumulado por el tiempo de sequía comienza a resbalar dejando surcos en el cristal. Surcos como los que mis uñas a veces dejan en mi pecho o en mi espalda cuando de los nervios no dejo de arañarme. Mi cara comienza a lavarse con la lluvia en aumento. Pronto parece que estoy llorando, pues mis pestañas se llenan de gotas que caen de mi frente y cuando ya no pueden más se desbordan por mi cara hasta el mentón, donde las enjuago para que no bajen por la camiseta hasta el pecho. Otro trueno más, esta vez con luz al fondo. Primero la luz, luego el sonido. Primero el amor, luego las cicatrices que nunca cierran y que tras cada golpe de tambor en el cielo se abren y comienzan a sangrar. Y me comienzo a cuestionar el fin de todo esto. Porque la naturaleza es fácil de estudiar y de comprender, incluso cuando es cruel y desgarradora. Pero los sentimientos no. Es imposible verlos, tocarlos, olerlos, contarlos. Están ahí, pero si no fuera porque los padecemos y no tenemos duda de ellos podría decirse que no son más que una ilusión, una forma de religión más. Se funde el sol con el mar y el entorno pierde la tonalidad dorada y se torna más clara, con un incipiente cielo azul asomando entre la enorme masa de nube, ahora grisácea. Distingo que a lo lejos otra masa de nube diferente tiene forma de mar revuelto, con un caballo que surge de él. Y recuerdo al “amigo de los caballos”, que así es su verdadero nombre, a parte de muchos otros, todos ellos en mi cabeza. Me doy cuenta entonces de que ya no llueve. Tampoco quedan ya gaviotas sobre mi casa. Ni siquiera la enorme masa oscura parece dispuesta a quedarse, pues se mueve en dirección opuesta a poniente, azotada por una corriente de aire que no afecta a los que a nivel del suelo nos hallamos. La otra, el mar hecho de nubes, se difumina y oculta el ocaso. Ya no queda nada aquí que me haga quedarme ante la ventana. Por decir más, parece que no quede nada aquí que me haga quedarme en general. Me duele la mandíbula de mantenerla apretada. Comienzo a llorar, no desconsoladamente pero sí que algunas lágrimas manan de mis ojos, y con una sonrisa me despido del caballo que desaparece entre las nubes. Una vez más estoy sólo en casa. Afuera no queda nada. Adentro, una tormenta de incertidumbres que a diferencia de la de la naturaleza parece que no quiere remitir.