jueves, 23 de agosto de 2012

Mi gemelo de la noche






Siempre recuerdo los sueños, y sueño muy a menudo; a veces tengo varios en la misma noche y soy capaz de recordarlos a la mañana siguiente. Pero cuando sueño en mi casa, donde vivo sólo con mi padre después del divorcio, en el pueblo, hay noches en los que me asaltan estos sueños sin sentido y aterradores que me dejan angustiado para el resto del día. No sé si será que estoy preocupado por algo, pero sólo los tengo aquí. Y todos tienen un denominador común: “la presencia”.
Mi casa tiene dos pisos, con las habitaciones principales arriba y una de invitados abajo. Mi padre lleva durmiendo en la de invitados ya dos años. Yo sigo durmiendo arriba. Sólo en toda la planta. Recuerdo cómo de pequeño tenía miedo a subir sólo, y si lo hacía era corriendo y cantando para no escuchar nada que no quisiera.
Durante el sueño estaba en el estudio, una habitación en el segundo piso, cercana a mi dormitorio, habilitada para mis libros, el ordenador, la amplia colección de música y películas y una montaña de ropa junto a una tabla de planchar. La puerta queda de espaldas a uno cuando se sienta en el escritorio, y eso hacía yo en el sueño. Algo que sucede mucho en mis pesadillas (las voy a empezar a denominar así porque al fin y al cabo son lo que son) es que las luces se apagan y que soy incapaz de encenderlas. Pero esta vez tuvo una variante: la luz comenzó a titilar y a descender en intensidad poco a poco. Mientras esto ocurría, yo me puse de pie y me encaré a la puerta. Frente a ésta hay otra puerta, una que siempre está permanentemente cerrada y que da a una estancia sin arreglar y que se utiliza para meter sin ton ni son todo aquello que no queramos tirar, pero que tampoco queramos por el medio; es decir, un trastero. Esa puerta seguía cerrada, pero durante el tiempo que duró el “apagado” de las luces comencé a sentir una presencia y la angustia me engulló. No era de ésa que te hace hiperventilar y ponerte nervioso. No. Yo mantenía la compostura como siempre que tengo el mismo tipo de sueño, pero el frío se apoderaba de mí, el corazón se me disparaba y el vello se me erizaba como cuando pasas por la piel un hielo. Suena como a película de terror, pero juro que es tal como lo estoy describiendo. Y en ese momento en el que comencé a sentir que había alguien más en la casa, entonces, no quedaba ya ninguna luz que me iluminara.
En el sueño pareció bastante el tiempo el que eché a oscuras, intentando percibir algún movimiento en la oscuridad, luchando con mis sentidos por ver, oír o tocar algo que no debiera estar ahí... o alguien. Entonces reparaba en que mi móvil estaba en mi bolsillo y lo cogía. Pero la luz duraba tan sólo un segundo, como si no quisiera encenderse. Resplandecía y luego se volvía a apagar. Pero me armé de valor (o el miedo me embargó y huir era la reacción más lógica) y corrí hacia las escaleras con el móvil en la mano y pulsando el botón de encendido continuamente para que haces cortos de luz iluminaran mi descenso. No miré atrás. Por las escaleras intenté gritar, pero no me salía más que un hilo de voz rota.
Entonces cuando llegué al salón, que es a donde dan las escaleras, había luz. Y no sólo eso, sino que allí me esperaba mi salvador: un joven alto, moreno y vestido con una camiseta negra (y creo que un pantalón negro también). A su alrededor había una especie de halo de oscuridad que me atraía, pues a pesar de lo que se pueda pensar, yo tenía la certeza de que él era bueno. Corrió hacia mí y yo no hacía más que jadear y señalar las escaleras. Cuando estuvo a mi lado me agarró la mano y entonces reparé en su rostro. Y esto es lo más raro que he soñado nunca, porque jamás me había ocurrido: era yo mismo. Era como verme en un espejo que perfeccionase mis rasgos, pues su pelo era más negro y sus ojos brillaban como el ónice pulido, su piel pálida parecía de mármol y sus músculos tensaban la camiseta. Mi otro yo, mi “gemelo de la noche”, susurró palabras de consuelo y me agarró de la mano. Él era como mi dopplegänger.
Ambos volvimos arriba, él liderándome y protegiéndome.
Cuando llegamos no había nadie. Las luces estaban tenues, pero al menos había luz. Al poco subieron mi abuela y mi madre, que llevan sin pisar esta casa dos años. Ambas también vestían ropajes oscuros. Todos nos reunimos en el pasillo, entre la puerta cerrada y la otra abierta. Nadie parecía extrañarse de que hubiera dos gemelos allí, ni siquiera yo. La presencia se había ido, pero el frío perduraba...


Me desperté con la misma sensación. Estaba tumbado de lado y escuchaba atentamente a todo lo que me rodeaba, por si había alguien más en la habitación (pues no sería la primera vez que me despierto con esa sensación). El corazón se me iba a salir del pecho y las imágenes del sueño continuaban aún en mi retina, aunque nunca hubieran pasado por ésta, aferradas como si no quisiera despertarme, como si todo mi ser quisiera volver a sentirse seguro en las manos de aquel yo que no era yo. Tardé al menos un par de minutos en encender la luz muy rápido. Miré a todos lados y, evidentemente, estaba solo. Pero el sueño había hecho mella en mí. No podía dejar de pensar en la presencia, y mucho menos en mi “gemelo de la noche”.
Cuando miré el reloj, no habían pasado ni dos horas desde que me había acostado.



miércoles, 15 de agosto de 2012

El primer vuelo




Era muy pequeño cuando comencé a echarlo de menos.
Soy incapaz de encuadrar el momento en una línea temporal concreta; ni siquiera sabría decir exactamente qué edad tendría por entonces. Digamos que era poco más alto que el paraguas de mi abuela y tan ligero que trepar por la baranda de la fachada de su casa me era muy sencillo.
Los sábados mis padres y yo teníamos por rutina ir a comer a casa de mi abuela paterna. No era por obligación a hacer una visita, pues vivían, y aún lo hacen, en la casa de al lado a la mía. Era más bien una monotonía. Yo solía saltar el muro que separa ambas casas e ir para comer antes. Mis padres lo hacían luego, cuando llegaban de trabajar. Recuerdo que aquel mediodía desde el mar se levantaban unas nubes grises que teñirían esta parte de Galicia de su habitual color de invierno.
Como siempre después de comer yo, llegaron mis padres y todos se reunieron a la mesa para comer. Yo no. Salí al exterior y comencé mis juegos conmigo mismo y mi mundo imaginario. Otra vez soy incapaz de recordar, pero supongo que el juego iría sobre algo de brujos, magia y mundos encantados. Me encantaba soñar que en el mundo existía la magia. Solía entrar y volver a salir por la puerta de la gran casa, o en su defecto hacerlo por una ventana que hubiese quedado abierta, y fingir que al hacerlo viajaba a un mundo paralelo en el que todo ser mágico existía. Un mundo con magia me parecía más seguro. Me sentía a salvo con un poder mágico en mis manos.
La tormenta se acercó y el viento comenzó a arreciar. Un viento loco que me alborotaba el por entonces largo pelo. Corría de un lado de la finca a otro simulando que algún ser malvado había mandado aquella tormenta para derrotarme. Fui directo al pequeño muro que separa la finca de un pequeño bosque que hay detrás de ambas casas y me aferré a la red verde que mi abuelo había puesto sobre éste, tensada por unas barras de hierro (de tal forma que aunque me colgara de ella no cedía). El viento del mar que venía por mi derecha me empujaba con fuerza hacia atrás y yo tenía que agarrar con fuerza la red para no caerme.
Dejo claro ya que mi memoria es pésima; aunque en mi favor alegaré que era muy pequeño para recordar los detalles. Pues bien, lo importante es que recuerdo que me puse a hablar con el viento, pidiéndole que me diera la capacidad para volar y hacerlo lejos de allí. Mi deseo era viajar a un mundo lejano en el que el sufrimiento se curase con un rayo de magia que sale de la palma de la mano.
Abría los brazos y me mantenía en equilibrio como podía. Cerraba los ojos y sentía el viento envolverme. Pasaba por debajo de mis brazos y soñaba que eran alas. Podía sentir cómo de haberlas tenido éste podría mover las plumas. Incluso llegué a agitarlos como si fuese a emprender el vuelo en cualquier momento. De haber sido así habría gritado de alegría, me habría dejado llevar por las corrientes, incluso aprovechar alguna para ascender y ponerme a una altura adecuada para que todo el pueblo pudiese ver al niño que había conseguido que el viento le regalase unas alas y le permitiese volar muy lejos de allí, hacia un mundo con magia.
Supliqué y recé, pero no a Dios directamente, sino a su aliento, a su viento. La única voz que me devolvió fue la mía propia. La única respuesta, la protesta de los árboles al ser zarandeados con tanta virulencia. No había manera de llegar a ningún lugar más allá del sol, como yo deseaba. Incluso llegué a coger el paraguas de mi abuela, que descansaba apoyado contra el muro, abrirlo y soñar que como Mary Poppins sería capaz de volar. Pero tampoco. Lo único que conseguía era caerme una y otra vez del muro, arrastrado por el paraguas abierto.
Y entonces fue cuando lo eché de menos. Volar. Ansiaba volar, ser un pájaro que se ve arrastrado por la tormenta hacia un mundo de color. Nombres como Nunca Jamás, El País de las Maravillas u Oz me pasaban entonces por la cabeza. Ahora sé que cualquiera que contuviese un poco de magia me sería suficiente. Pues en este mundo en el que me veía encerrado pedía un milagro a gritos.


Años después el viento me vuelve a recordar aquel día. Pero esta vez no es como las anteriores. Esta vez me hago llamar Alcaraván Sin Alas. Esta vez escribo metáforas y símiles sobre mi vida y el volar. Entonces por mi cabeza cruza un pensamiento: que nada ocurre por casualidad. Ese día fue el primero de muchos otros en los que añoraría lo que una vez había tenido y que me habían arrebatado: alas y magia. Y me veo postrado en este cuerpo desconocido, sin ninguna de las dos cosas y obligado a moverme con mis propios pies y a enfrentarme a dos males de los que todo ser humano escapa: dolor y sufrimiento.
Pero me sitúo delante del espejo y me digo: “no lo estoy haciendo nada mal”.