miércoles, 19 de septiembre de 2012

La otra punta del universo.





Ya no quedaban esperanzas que le sirviesen de punto de apoyo. No había libros en las estanterías, dispuestos por orden de preferencia, que sirviesen para acallar el deseo de explorar nuevos mundos. No le quedaba un sólo lugar en el mundo al que pudiera otorgarle la etiqueta de “hogar” ni una familia a la que volver a ver reunida en Navidad. Ni siquiera le quedaban las palabras, pues había comenzado a escribir su vida en tercera persona, desconectándose por completo de ella. Ya no le pertenecía de todas formas. Le pertenecía al Tiempo, la caprichosa fuerza que una vez le había prometido que con el tiempo superaría la pérdida; aquella que había decidido detener el tiempo para postergar lo máximo posible la llegada de un día mejor. Y él ya no tenía fuerzas para continuar esperando en aquella cajonera en la que se había convertido su habitación. Veía que su destino, su felicidad y su amor estaban a años luz de él, y sin embargo su vida se había dado un tiempo y había decidido viajar a velocidad de turismo.
Por extraño que parezca, “años luz” es una medida de distancia, no de tiempo. Eso lo tenía muy claro, pues referirse a kilómetros para hablar de la separación entre ellos sería un error de cálculo básico. Para él era mucho más factible imaginarse que podría encontrarse en el otro extremo del universo, que pensar que aquella noche podrían estar contemplando la misma luna menguante, como habían hecho muchas otras veces paseando por la playa. Si algo le parecía tan inalcanzable como su felicidad, ese era el punto opuesto al sistema solar en el universo. Por mucho que el hombre construyese jamás naves muy potentes, probablemente nunca alcanzaría a llegar a tal punto.
Sentado en el tejado de la casa, contemplaba la clara noche. Había subido allí a través de la claraboya en el techo del baño y con cuidado de no resbalarse, avanzando a cuatro patas, se había ido a sentar en la lima. Conocía los peligros que suponía aquella práctica, pero le gustaba subir allí a pensar; es más, hasta lo llegaba a necesitar. Varias veces se había imaginado con él allí sentado, abrazados. Lo abrazaría por la espalda mientras le enseñaba “las tres marías”, Venus, quizás Marte según la época del año... Pero nunca había sucedido tal cosa más que en su cabeza.
No sabría a quién culpar. Es más, consideraba que la culpa carecía de importancia cuando ya todo estaba perdido. ¿Qué más le daba si no iba a estar de nuevo junto a él? Ya nada podría llevarle junto al único hombre que había amado realmente, por el único por el que hubiese dado el alma y por cuyo recuerdo cada día moría un poquito más rápido de lo que lo hace cualquier otro.
De otra persona podría decirse que nunca había apreciado lo que tenía hasta que lo perdió, pero no de él. Siempre había estado convencido de sus sentimientos y probablemente eso era lo que más doloroso hacía todo. Cuando uno pierde la única certeza que posee, lo que queda, por enorme que sea, se vuelve insignificante. Es entonces cuando la idea del suicidio comienza a danzar provocadora delante de uno. ¿Qué hace a un hombre rechazarla? La respuesta es sencilla: la esperanza, o la suma de todas las acumuladas en los años de vida. Pero cuando ya fallan demasiados pilares, cualquier estructura se derrumba.
Pensar en el suicidio se le antojaba tentador, aunque raras veces. No supondría ningún alivio morir, pues qué diferencia habría entre la muerte real y aquella que ya experimentaba. Lo único que le devolvería de nuevo las ganas de vivir, la esperanza y la vida, sería volver a hacerlo reír... Algo ya tan imposible como alcanzar la otra punta del universo.