No es agradable
esto de lo que voy a hablar, y mucho menos para mí. Escribirlo me
desahoga, pero hacerlo aquí lo hace aún más. Y a su vez me da
miedo. Ese mismo miedo que sentí al descubrir algo de mí que no
creí que fuese a estar ahí, ahora es el miedo a que otros sepan de
mí mi reacción ante una situación que me sobrepasó. El
acontecimiento fue el siguiente:
Como toda
narración que describa acontecimientos matutinos, ésta comienza
conmigo saliendo de casa, pero tomando un camino distinto al usual para
llegar al centro de la ciudad. Pero no por capricho, sino porque al punto al que
quería ir era más rápido llegar por allí, que por el que siempre
tomo. Como todos los días a media mañana, había gente en la calle.
Gente que en minutos se convertirían en mis peores enemigos y a los
que mucho odiaría, porque me iban a hacer parecer invisible.
Casi llegando al
final de la larga avenida, alcanzando el horrible “pirulí” que
se halla en en medio de una rotonda, una pareja salió de una esquina
y me abordó. Ella tenía la cara demacrada y mirada triste, él la
tenía sucia, con roña quizás, y su mirada era firme en mí. Me
preguntó, él, que si tenía algo de dinero para dejarles, que
tenían que comer y con un par de euros les llegaba. Su olor aún lo
recuerdo (y no lo digo porque quede bien para la narración), una
mezcla entre olor corporal rancio y aliento de borracho. Ella, sin
embargo, me lo pidió por favor, que estaban durmiendo en cajeros y
que si tenía aquella cara era porque se había levantado a las 7 de
la mañana porque los habían echado. Entonces reparé mejor en su
cara, y vi una herida extraña en un pómulo, como de rozadura. En
efecto, tenía la cara sucia, y aquella rozadura estaba roja y era
bastante grande. Él me agarró una mano enguantada y me dijo que no
me pusiera nervioso, que ellos no robaban, que sólo me pedían por
favor que les diera algo para comer. Yo mientras intentaba deshacerme
de ellos, mi instinto de supervivencia me obligaba a irme de allí
cuanto antes. No pensaba, sólo actuaba. Mi centro de atención eran
sus manos y su mirada. Desconocía la cantidad de dinero que podía
llevar en la cartera, ésta guardada en el bolsillo interior de la
cazadora, pero por nada del mundo la quería sacar allí para que en
un segundo echaran a correr con ella. No quería hacerlo.
-Sé que tienes
dinero -me dijo él, ya con una mirada que me atravesaba hasta la
nuca-, tienes pinta de tenerlo. Sé donde lo tienes.
Esas palabras ya
hicieron que me temblara el pulso, que ya de por sí no es ninguna
maravilla. Me puso tan nervioso con aquellas palabras que le solté:
-¿Me lo vas a
sacar por la fuerza?
Me dijo que no,
que no me preocupara por eso. Y volvió a repetirlo todo de nuevo,
que les diera algo para comer, respaldado por su pareja. Mientras,
nadie pasaba por allí, por la otra acera sí. Él añadió algo
nuevo a su repertorio: que si hacía falta me harían un regalo, que
les diera lo que tuviera y que ellos me daban unos guantes o no se
qué. Yo no acepté nada. Saqué la cartera, la vacié en sus manos y
comencé a alejarme. Ella me dio las gracias cuantas veces le dio
tiempo, él se limitó a darse la vuelta y a guardar el dinero.
Bueno, no sólo eso, también me enseñó los guantes que me quería
dar.
Antes de irme le
dije a ella (ya que había perdido todo el dinero que llevaba encima)
que comiera algo, que se metiera lo que quisiera, pero que comiera.
Ella sólo me dijo:
-No, yo no me meto
nada...
Me fui de allí
temblando y con una mezcla de emociones que no comprendía hasta
pasado un buen rato. Había pasado miedo, pero miedo por él. Por
otro lado, había sentido pena, pero sólo por ella... su mirada era
tan triste cuando me dijo que dormían en un cajero. También tenía
una rabia que no me dejaba parar de pensar en cosas que ahora me
avergüenzan. No fueron ni veinte euros los que me quitaron, pero era
con los que iba a hacer la compra. Si al menos supiera que en
realidad los iban a gastar en comida me daría igual, yo mismo pude
haberles comprado algo, pero sabía que los iban a gastar en un chute
que les duraría un día (u horas) y eso me reconcomía por dentro.
Con la rabia me había quitado el guante por el que me había cogido
la mano. En una esquina tiré los dos al suelo. Con ese hecho me
sentí clasista, irrespetuoso y nada comprensible con su situación.
Pensé, ¿cómo yo, con mis valores y que estudio para ayudar a las
personas, me puedo dejar llevar por el rencor hacia un robo que no sé
ni siquiera si se le puede llamar propiamente así? Pero algo estaba
claro, aquella mañana había descubierto algo de mí que no me gustó
nada. Reaccioné como un niñato y no me lo puedo sacar de la cabeza.
Al menos sí puedo decir que aquellos guantes los tengo en casa, que
volví sobre mis pasos y los recogí. Y ahora siento la necesidad de
pedirle perdón a alguien por todo lo que pensé, por mi reacción...
Pero es sólo conmigo con quien me tengo que reconciliar.