Ya no quedaban
esperanzas que le sirviesen de punto de apoyo. No había libros en
las estanterías, dispuestos por orden de preferencia, que sirviesen
para acallar el deseo de explorar nuevos mundos. No le quedaba un
sólo lugar en el mundo al que pudiera otorgarle la etiqueta de
“hogar” ni una familia a la que volver a ver reunida en Navidad.
Ni siquiera le quedaban las palabras, pues había comenzado a
escribir su vida en tercera persona, desconectándose por completo de
ella. Ya no le pertenecía de todas formas. Le pertenecía al Tiempo,
la caprichosa fuerza que una vez le había prometido que con el
tiempo superaría la pérdida; aquella que había decidido
detener el tiempo para
postergar lo máximo posible la llegada de un día mejor. Y él ya no
tenía fuerzas para continuar esperando en aquella cajonera en la que
se había convertido su habitación. Veía que su destino, su
felicidad y su amor estaban a años luz de él, y sin embargo su vida
se había dado un tiempo
y había decidido viajar a velocidad de turismo.
Por extraño que
parezca, “años luz” es una medida de distancia, no de tiempo.
Eso lo tenía muy claro, pues referirse a kilómetros para hablar de
la separación entre ellos sería un error de cálculo básico. Para
él era mucho más factible imaginarse que podría encontrarse en el
otro extremo del universo, que pensar que aquella noche podrían
estar contemplando la misma luna menguante, como habían hecho muchas
otras veces paseando por la playa. Si algo le parecía tan
inalcanzable como su felicidad, ese era el punto opuesto al sistema
solar en el universo. Por mucho que el hombre construyese jamás
naves muy potentes, probablemente nunca alcanzaría a llegar a tal
punto.
Sentado en el
tejado de la casa, contemplaba la clara noche. Había subido allí a
través de la claraboya en el techo del baño y con cuidado de no
resbalarse, avanzando a cuatro patas, se había ido a sentar en la
lima. Conocía los peligros que suponía aquella práctica, pero le
gustaba subir allí a pensar; es más, hasta lo llegaba a necesitar.
Varias veces se había imaginado con él allí sentado, abrazados. Lo
abrazaría por la espalda mientras le enseñaba “las tres marías”,
Venus, quizás Marte según la época del año... Pero nunca había
sucedido tal cosa más que en su cabeza.
No sabría a quién
culpar. Es más, consideraba que la culpa carecía de importancia
cuando ya todo estaba perdido. ¿Qué más le daba si no iba a estar
de nuevo junto a él? Ya nada podría llevarle junto al único hombre
que había amado realmente, por el único por el que hubiese dado el
alma y por cuyo recuerdo cada día moría un poquito más rápido de
lo que lo hace cualquier otro.
De otra persona
podría decirse que nunca había apreciado lo que tenía hasta que lo
perdió, pero no de él. Siempre había estado convencido de sus
sentimientos y probablemente eso era lo que más doloroso hacía
todo. Cuando uno pierde la única certeza que posee, lo que queda,
por enorme que sea, se vuelve insignificante. Es entonces cuando la
idea del suicidio comienza a danzar provocadora delante de uno. ¿Qué
hace a un hombre rechazarla? La respuesta es sencilla: la esperanza,
o la suma de todas las acumuladas en los años de vida. Pero cuando
ya fallan demasiados pilares, cualquier estructura se derrumba.
Pensar en el
suicidio se le antojaba tentador, aunque raras veces. No supondría
ningún alivio morir, pues qué diferencia habría entre la muerte
real y aquella que ya experimentaba. Lo único que le devolvería de
nuevo las ganas de vivir, la esperanza y la vida, sería volver a
hacerlo reír... Algo ya tan imposible como alcanzar la otra punta
del universo.