Hoy vuelvo a tener
la necesidad de tumbarme en la cama con los pies en la almohada,
colocar el ordenador al borde y “pinchar” música que sé que me
podrá llevar a esa añorada bahía llamada Inspiración, esperada y
anhelada durante un bloqueo que ha durado ya demasiado tiempo.
Hoy vuelvo a tener
la necesidad de acostarme en ropa interior y con una camiseta blanca;
un gesto que me recuerda algo, pero que no llego a recordar
exactamente porqué me gusta tanto, ni porqué se me antoja tan
sumamente erótico.
La bolsa de la
puerta ha sido retirada hace una semana, pero todavía puedo
imaginarla colgada de la manilla, llena de un poco de todo, cosas que
valen y otras que debería retirar de mi vida, como aquellas
compañías que debería alejar y que tan seductoras me parecen.
Manías, eso es lo
que son. Nos completan formando un entresijo de personalidad de la
que tanto nos gusta alardear, pero de cuyo mérito carecemos. Es
causalidad. El ambiente y los genes, eternos amantes que se odian y
aman en la misma medida que nosotros mismos hacemos con nuestra alma.
Es duro admitirlo pero no somos más que productos, y nuestros
productos, actos y aprendizajes de los que fardamos, no son más que
menas consecuencias del golpe de las fichas de dominó que nos
preceden. No somos tan diferentes de las hormigas, tan sólo que
tenemos el defecto de ser conscientes de nosotros mismos; un error de
la evolución, supongo.
Por más que
luchemos por abandonar comportamientos y pensamientos pueriles, estos
parecen arraigarse a nuestra base de personalidad como un drago
milenario que ha crecido en una tierra fértil y ajena a la acción
humana. Puedes sepultar la mierda bajo la alfombra, pero cuando te
olvides de ella y con la guardia baja vayas a separarla para
modificar la disposición de los muebles de la estancia, allí
estará, lo que escondiste para que ni tú mismo pudieses ver. Y
volverá en los sueños a perturbarte el fantasma de navidades
pasadas, aquel terrorífico ser que Dickens nunca se atrevió a
representar en su obra, pero que es real como la mierda bajo la
alfombra. Te vuelve a vigilar desde una esquina de la habitación,
mientras tu respiración se acelera acorde con tu corazón, te quedas
helado, paralizado, inmóvil bajo las sábanas luchando por cerrar
los ojos y tratando de llegar a olvidar hasta tu propio nombre,
porque él ya ha infectado hasta esa parte tan personal de ti.
Y te despiertas
con la única certeza de la que cabe esperar: que el fantasma siempre
va a estar ahí y que tus manías se remontan a él. Tus miedos te
han traído hasta este punto en una sucesión de causa-efecto,
irremediable desde la primera ficha de dominó que se tumbó por obra
de un cobarde que no supo amarte por no salirse de la norma.
Temblando, pequeño
débil, te hallas a ti mismo volviendo a murmurar aquellas palabras
que supusieron tu mayor maldición.