La rabia se agolpaba en su cara y la
enrojecía, otorgándole ese aspecto de mujer enfadada que recordaba
de mi infancia. Sobre mi cama, su ropa. Todos los vestidos de fiesta,
los abrigos y las blusas que de su armario habían pasado al mío,
ahora se amontonaban en la enorme cama. Se marchaba ya de nuestra
casa con todo lo que podía, y lo hacía con una rabia que le impedía
dejar de decir barbaridades.
Su debilidad había sido su fuerza, por
contradictorio que parezca. Su padre había visto, del mismo modo que
yo desde pequeño, que en ella su corazón gritaba auxilio. Siempre
había sido una niña miedosa y apocada que necesitara protección; y
era de su padre principalmente del que la obtenía. Sin embargo, ni
él ni nadie pudo salvarla de su familia política, y se sumió en el
dolor de ver cómo al hombre al que amaba lo convertían en la
persona que más daño le haría de por vida. Cuando yo tenía tres
años, ella abortó. Era la única que sabía que de aquel vientre
estaba a punto de salir una niña que convertiría un 3 en 4. Ni las
súplicas de su padre fueron suficientes para detenerla. Su marido le
había dado un ultimátum: o él (y ahí dentro también estaba yo
incluido) o el bebé. No está en mis manos juzgar su elección, como
tampoco estaba en las de ella renunciar a mí. La niña nunca llegó
a nacer, y el vacío creció en una familia destinada a la ruptura;
mientras las artes oscuras de mi familia paterna crecían día a día
en la casa de al lado, luchando por dejarla sola.
Y lo peor de todo es que yo lo sabía.
Había visto cómo la trataban. Había visto su rabia montones de
veces. Incluso compartía con ella la misma aprehensión a los
abortos, sin saber exactamente el porqué. Yo era el único que ya
sabía el final antes de que éste ocurriese. Y debí haber hecho
algo para evitarlo. Supongo que una vez más mi inseguridad me
susurraba al oído que aquello no pasaría, que lo que soñaba por
las noches en pesadillas, lo que creía que iba a pasar, el odio que
veía en la cara de mi abuela materna... no eran más que
imaginaciones mías. Pero en todo tenía razón, en silencio había
previsto los acontecimientos y me había quedado quieto sin hacer
nada. Aquel día mi madre se fue por última vez de casa con casi
toda su ropa, dejando atrás el suelo de la cocina repleto de
porcelana rota y la cara de mi padre perpleja por las bofetadas (que
bien se merecía). Puede que mi abuelo no esté físicamente presente
para ayudarla en este tramo de su vida, pero estoy yo. Soy quien debe
guiar a mi madre a encontrar de nuevo su camino. Y aunque no viva en
mi casa ya, la veo y la veré todos los días que esté en Galicia.
Ella es mi persona, y la ira y el odio no nos van a separar.
En cuanto a mi padre... es otra
historia...
Una vez me dijeron, y estoy de acuerdo con ello, que de las peores cosas que te puede hacer una persona es hacerte elegir. Me refiero al eso o esto.
ResponderEliminarBueno, la verdad es que no se como estaban las cosas ya que no te conozco, no sabía nada de la relación que había en tu familia, pero bueno... espero que esto no te afecte, o si te afecta que sea lo menos posibles. Al menos ya has dicho en la entrada que ya te lo esperabas... pero espero que tampoco te culpes por nada.
Mucha suerte Alcaraván :)
Gracias Shinrei, por tus palabras.
ResponderEliminarNO hay culpabilidad en mí, tan sólo resentimiento. Pero supongo que el tiempo, una vez más, lo curará todo.
Yo también espero que todo te vaya bien a ti.
Un saludo!
Puedo comprender la situación, la relación entre mis padres no existe y a veces soy yo quien tiene que oir lo que se gritarían...
ResponderEliminarMantener una actitud políticamente correcta, sobre todo con aquel al que se culpa, es lo más beneficioso para todos, para mí el primero.
Ánimos para cuando los necesites.
Besos.
Si es que ser Suiza trae más problemas de los que quita, Daniel...
ResponderEliminarPero son padres, y como tal el cariño es difícil de borrar, hagan lo que hagan. Yo creo que lo estoy haciendo bien, pero los sentimientos no dejan de golpearme.
Como le dije a Shinrei, eso poco a poco.
Un abrazo!