Siempre recuerdo
los sueños, y sueño muy a menudo; a veces tengo varios en la misma
noche y soy capaz de recordarlos a la mañana siguiente. Pero cuando
sueño en mi casa, donde vivo sólo con mi padre después del
divorcio, en el pueblo, hay noches en los que me asaltan estos sueños
sin sentido y aterradores que me dejan angustiado para el resto del
día. No sé si será que estoy preocupado por algo, pero sólo los
tengo aquí. Y todos tienen un denominador común: “la presencia”.
Mi casa tiene dos
pisos, con las habitaciones principales arriba y una de invitados
abajo. Mi padre lleva durmiendo en la de invitados ya dos años. Yo
sigo durmiendo arriba. Sólo en toda la planta. Recuerdo cómo de
pequeño tenía miedo a subir sólo, y si lo hacía era corriendo y cantando para no escuchar nada que no quisiera.
Durante el sueño
estaba en el estudio, una habitación en el segundo piso, cercana a
mi dormitorio, habilitada para mis libros, el ordenador, la amplia
colección de música y películas y una montaña de ropa junto a una
tabla de planchar. La puerta queda de espaldas a uno cuando se sienta
en el escritorio, y eso hacía yo en el sueño. Algo que sucede mucho
en mis pesadillas (las voy a empezar a denominar así porque al fin y
al cabo son lo que son) es que las luces se apagan y que soy incapaz
de encenderlas. Pero esta vez tuvo una variante: la luz comenzó a
titilar y a descender en intensidad poco a poco. Mientras esto
ocurría, yo me puse de pie y me encaré a la puerta. Frente a ésta
hay otra puerta, una que siempre está permanentemente cerrada y que
da a una estancia sin arreglar y que se utiliza para meter sin ton ni
son todo aquello que no queramos tirar, pero que tampoco queramos por
el medio; es decir, un trastero. Esa puerta seguía cerrada, pero
durante el tiempo que duró el “apagado” de las luces comencé a
sentir una presencia y la angustia me engulló. No era de ésa que te
hace hiperventilar y ponerte nervioso. No. Yo mantenía la compostura
como siempre que tengo el mismo tipo de sueño, pero el frío se
apoderaba de mí, el corazón se me disparaba y el vello se me
erizaba como cuando pasas por la piel un hielo. Suena como a película
de terror, pero juro que es tal como lo estoy describiendo. Y en ese
momento en el que comencé a sentir que había alguien más en la
casa, entonces, no quedaba ya ninguna luz que me iluminara.
En el sueño
pareció bastante el tiempo el que eché a oscuras, intentando
percibir algún movimiento en la oscuridad, luchando con mis sentidos
por ver, oír o tocar algo que no debiera estar ahí... o alguien.
Entonces reparaba en que mi móvil estaba en mi bolsillo y lo cogía.
Pero la luz duraba tan sólo un segundo, como si no quisiera
encenderse. Resplandecía y luego se volvía a apagar. Pero me armé
de valor (o el miedo me embargó y huir era la reacción más lógica)
y corrí hacia las escaleras con el móvil en la mano y pulsando el
botón de encendido continuamente para que haces cortos de luz
iluminaran mi descenso. No miré atrás. Por las escaleras intenté
gritar, pero no me salía más que un hilo de voz rota.
Entonces cuando
llegué al salón, que es a donde dan las escaleras, había luz. Y no
sólo eso, sino que allí me esperaba mi salvador: un joven alto,
moreno y vestido con una camiseta negra (y creo que un pantalón
negro también). A su alrededor había una especie de halo de
oscuridad que me atraía, pues a pesar de lo que se pueda pensar, yo
tenía la certeza de que él era bueno. Corrió hacia mí y yo no
hacía más que jadear y señalar las escaleras. Cuando estuvo a mi
lado me agarró la mano y entonces reparé en su rostro. Y esto es lo
más raro que he soñado nunca, porque jamás me había ocurrido: era
yo mismo. Era como verme en un espejo que perfeccionase mis rasgos,
pues su pelo era más negro y sus ojos brillaban como el ónice
pulido, su piel pálida parecía de mármol y sus músculos tensaban
la camiseta. Mi otro yo, mi “gemelo de la noche”, susurró
palabras de consuelo y me agarró de la mano. Él era como mi
dopplegänger.
Ambos
volvimos arriba, él liderándome y protegiéndome.
Cuando llegamos no
había nadie. Las luces estaban tenues, pero al menos había luz. Al
poco subieron mi abuela y mi madre, que llevan sin pisar esta casa
dos años. Ambas también vestían ropajes oscuros. Todos nos
reunimos en el pasillo, entre la puerta cerrada y la otra abierta.
Nadie parecía extrañarse de que hubiera dos gemelos allí, ni
siquiera yo. La presencia se había ido, pero el frío perduraba...
Me desperté con
la misma sensación. Estaba tumbado de lado y escuchaba atentamente a
todo lo que me rodeaba, por si había alguien más en la habitación
(pues no sería la primera vez que me despierto con esa sensación).
El corazón se me iba a salir del pecho y las imágenes del sueño
continuaban aún en mi retina, aunque nunca hubieran pasado por ésta,
aferradas como si no quisiera despertarme, como si todo mi ser
quisiera volver a sentirse seguro en las manos de aquel yo que no era
yo. Tardé al menos un par de minutos en encender la luz muy rápido.
Miré a todos lados y, evidentemente, estaba solo. Pero el sueño
había hecho mella en mí. No podía dejar de pensar en la presencia,
y mucho menos en mi “gemelo de la noche”.
Cuando miré el
reloj, no habían pasado ni dos horas desde que me había acostado.