Era muy pequeño
cuando comencé a echarlo de menos.
Soy incapaz de
encuadrar el momento en una línea temporal concreta; ni siquiera
sabría decir exactamente qué edad tendría por entonces. Digamos
que era poco más alto que el paraguas de mi abuela y tan ligero que
trepar por la baranda de la fachada de su casa me era muy sencillo.
Los sábados mis
padres y yo teníamos por rutina ir a comer a casa de mi abuela
paterna. No era por obligación a hacer una visita, pues vivían, y
aún lo hacen, en la casa de al lado a la mía. Era más bien una
monotonía. Yo solía saltar el muro que separa ambas casas e ir para
comer antes. Mis padres lo hacían luego, cuando llegaban de
trabajar. Recuerdo que aquel mediodía desde el mar se levantaban
unas nubes grises que teñirían esta parte de Galicia de su habitual
color de invierno.
Como siempre
después de comer yo, llegaron mis padres y todos se reunieron a la
mesa para comer. Yo no. Salí al exterior y comencé mis juegos
conmigo mismo y mi mundo imaginario. Otra vez soy incapaz de
recordar, pero supongo que el juego iría sobre algo de brujos, magia
y mundos encantados. Me encantaba soñar que en el mundo existía la
magia. Solía entrar y volver a salir por la puerta de la gran casa,
o en su defecto hacerlo por una ventana que hubiese quedado abierta,
y fingir que al hacerlo viajaba a un mundo paralelo en el que todo
ser mágico existía. Un mundo con magia me parecía más seguro. Me
sentía a salvo con un poder mágico en mis manos.
La tormenta se
acercó y el viento comenzó a arreciar. Un viento loco que me
alborotaba el por entonces largo pelo. Corría de un lado de la finca
a otro simulando que algún ser malvado había mandado aquella
tormenta para derrotarme. Fui directo al pequeño muro que separa la
finca de un pequeño bosque que hay detrás de ambas casas y me
aferré a la red verde que mi abuelo había puesto sobre éste,
tensada por unas barras de hierro (de tal forma que aunque me colgara
de ella no cedía). El viento del mar que venía por mi derecha me
empujaba con fuerza hacia atrás y yo tenía que agarrar con fuerza
la red para no caerme.
Dejo claro ya que
mi memoria es pésima; aunque en mi favor alegaré que era muy
pequeño para recordar los detalles. Pues bien, lo importante es que
recuerdo que me puse a hablar con el viento, pidiéndole que me diera
la capacidad para volar y hacerlo lejos de allí. Mi deseo era viajar
a un mundo lejano en el que el sufrimiento se curase con un rayo de
magia que sale de la palma de la mano.
Abría los brazos
y me mantenía en equilibrio como podía. Cerraba los ojos y sentía
el viento envolverme. Pasaba por debajo de mis brazos y soñaba que
eran alas. Podía sentir cómo de haberlas tenido éste podría mover
las plumas. Incluso llegué a agitarlos como si fuese a emprender el
vuelo en cualquier momento. De haber sido así habría gritado de
alegría, me habría dejado llevar por las corrientes, incluso
aprovechar alguna para ascender y ponerme a una altura adecuada para
que todo el pueblo pudiese ver al niño que había conseguido que el
viento le regalase unas alas y le permitiese volar muy lejos de allí,
hacia un mundo con magia.
Supliqué y recé,
pero no a Dios directamente, sino a su aliento, a su viento. La única
voz que me devolvió fue la mía propia. La única respuesta, la
protesta de los árboles al ser zarandeados con tanta virulencia. No
había manera de llegar a ningún lugar más allá del sol, como yo
deseaba. Incluso llegué a coger el paraguas de mi abuela, que
descansaba apoyado contra el muro, abrirlo y soñar que como Mary
Poppins sería capaz de volar. Pero tampoco. Lo único que conseguía
era caerme una y otra vez del muro, arrastrado por el paraguas
abierto.
Y entonces fue
cuando lo eché de menos. Volar. Ansiaba volar, ser un pájaro que se
ve arrastrado por la tormenta hacia un mundo de color. Nombres como
Nunca Jamás, El País de las Maravillas u Oz me pasaban entonces por
la cabeza. Ahora sé que cualquiera que contuviese un poco de magia
me sería suficiente. Pues en este mundo en el que me veía encerrado
pedía un milagro a gritos.
Años después el
viento me vuelve a recordar aquel día. Pero esta vez no es como las
anteriores. Esta vez me hago llamar Alcaraván Sin Alas. Esta vez
escribo metáforas y símiles sobre mi vida y el volar. Entonces por
mi cabeza cruza un pensamiento: que nada ocurre por casualidad. Ese
día fue el primero de muchos otros en los que añoraría lo que una
vez había tenido y que me habían arrebatado: alas y magia. Y me veo
postrado en este cuerpo desconocido, sin ninguna de las dos cosas y
obligado a moverme con mis propios pies y a enfrentarme a dos males
de los que todo ser humano escapa: dolor y sufrimiento.
Pero me sitúo
delante del espejo y me digo: “no lo estoy haciendo nada mal”.
Hay momentos tristes en esta historia de soledad pero al final brilla la esperanza y el espejo te devuelve una sonrisa.Me alegro de la última frase.
ResponderEliminarYo no recuerdo mi niñez con tristeza, es mas, la recuerdo alegre, casi siempre en casa de mi abuela a la que tanto quise y quiero,allá donde este lo sabe muy bien que nunca he dejado de quererla.Ahora seguro que estará un poco triste y enfadada conmigo por esta vida desordenada que llevo.
Lo que si recuerdo bien fue mi adolescencia que fue un infierno.Una tristeza constante.Una soledad absoluta que aún arrastro.
En fin Pablo, yo también hecho de menos unas alas y un poco de magia para darles vida y volar a sitios donde los sueños se cumplan...
Un abrazo grande!!!!
Yo no he tenido una mala infancia, sólo una en la que me pasé con eso de soñar. La adolescencia fue una consecuencia de esos sueños no cumplidos.
EliminarNo cometamos el error de Ícaro, pero forjemos unas alas que nos hagan alzar el vuelo lejos de este mar de lágrimas, hacia un mundo de soñadores como nosotros.
Soñar es gratis amigo.
Un abrazo!