El atardecer tiene ese tono dorado de
cuando los rayos del decadente sol atraviesan las nubes oscuras
repletas de lluvia. A través de la ventana en el tejado de mi casa
entran algunas gotas que mojan mi cara. La inmensa nube negra sobre
mi cabeza, que cubre todo lo que mi vista alcanza hasta el mar, con
sus formas redondeadas se me antoja una inmensa mano que pronto caerá
sobre mí con su viento, lluvia y truenos. La luz lucha por alejar a
la enorme mancha negra lejos de la tierra verde que me rodea, lejos
de las montañas con su manto de árboles, lejos también de los
seres humanos que temerosos se afinan en sus casa o caminan bajo la
protección de un paraguas. En cambio yo solo soy un mero espectador,
un curioso ajeno a la magnitud del poder de la naturaleza. Y
contemplo a los árboles mecerse ante mí y a las gaviotas bramar
sobre mi cabeza. ¡Dios!, cómo me gustaría a mí ser una de ellas y
alzarme sobre los demás y romper a gritar. Gritar para que todos se
dieran cuenta de que llevo mucho tiempo apretando los dientes para
impedir que ningún sonido saliese de mi boca, para evitar que nadie
se diera cuenta que tras esta máscara de impasibilidad se halla una
tormenta que lucha por estallar. La ventana retumba con el sonido de
un trueno a lo lejos, potente a pesar de la distancia. Pero yo de eso
sé muy bien, porque a pesar de la distancia hay cosas que viajan a
más velocidad que algunas otras, como el sonido, la luz o los
sentimientos. Yo sé bien de distancias, porque mi corazón lleva
años retumbando por el sonido de un amor lejano. La cantidad de
lluvia comienza a incrementarse, el polvo de las ventanas acumulado
por el tiempo de sequía comienza a resbalar dejando surcos en el
cristal. Surcos como los que mis uñas a veces dejan en mi pecho o en
mi espalda cuando de los nervios no dejo de arañarme. Mi cara
comienza a lavarse con la lluvia en aumento. Pronto parece que estoy
llorando, pues mis pestañas se llenan de gotas que caen de mi frente
y cuando ya no pueden más se desbordan por mi cara hasta el mentón,
donde las enjuago para que no bajen por la camiseta hasta el pecho.
Otro trueno más, esta vez con luz al fondo. Primero la luz, luego el
sonido. Primero el amor, luego las cicatrices que nunca cierran y que
tras cada golpe de tambor en el cielo se abren y comienzan a sangrar.
Y me comienzo a cuestionar el fin de todo esto. Porque la naturaleza
es fácil de estudiar y de comprender, incluso cuando es cruel y
desgarradora. Pero los sentimientos no. Es imposible verlos,
tocarlos, olerlos, contarlos. Están ahí, pero si no fuera porque
los padecemos y no tenemos duda de ellos podría decirse que no son
más que una ilusión, una forma de religión más. Se funde el sol
con el mar y el entorno pierde la tonalidad dorada y se torna más
clara, con un incipiente cielo azul asomando entre la enorme masa de
nube, ahora grisácea. Distingo que a lo lejos otra masa de nube
diferente tiene forma de mar revuelto, con un caballo que surge de
él. Y recuerdo al “amigo de los caballos”, que así es su
verdadero nombre, a parte de muchos otros, todos ellos en mi cabeza.
Me doy cuenta entonces de que ya no llueve. Tampoco quedan ya
gaviotas sobre mi casa. Ni siquiera la enorme masa oscura parece
dispuesta a quedarse, pues se mueve en dirección opuesta a poniente,
azotada por una corriente de aire que no afecta a los que a nivel del
suelo nos hallamos. La otra, el mar hecho de nubes, se difumina y
oculta el ocaso. Ya no queda nada aquí que me haga quedarme ante la
ventana. Por decir más, parece que no quede nada aquí que me haga
quedarme en general. Me duele la mandíbula de mantenerla apretada.
Comienzo a llorar, no desconsoladamente pero sí que algunas lágrimas
manan de mis ojos, y con una sonrisa me despido del caballo que
desaparece entre las nubes. Una vez más estoy sólo en casa. Afuera
no queda nada. Adentro, una tormenta de incertidumbres que a
diferencia de la de la naturaleza parece que no quiere remitir.
Impresionante Pablo.
ResponderEliminardescribes tan bien que me pareció que estaba a tu lado contemplando las nubes y la lluvia que se mezclaba con tus lagrimas.
la tormenta de fuera pasó, pero la tormenta de soledad azota con fuerza a veces.
bienvenidas tus letras Pablo!
un abrazo!!!!!
Por seguir con el simil: hay tormentas que pasan sin pena ni gloria, pero otras dejan desolación...
EliminarGracias por tu comentario!
Un abrazo fortísimo!