lunes, 27 de junio de 2011

Flor de Lis





Por el rabillo del ojo derecho veo a personas inexistentes pasar por mi lado, mientras que por el otro te veo a ti. De vez en cuando me he arriesgado a mirarte y he apreciado tus ojos claros clavados en las hojas sobre la mesa. Y entonces he recordado la risa de aquellos niños, tus brazos flexionados preparados para lanzar el balón lejos y tus ojos claros clavándose en mi entrecejo como una esquirla de hielo, que al haber partido un témpano hubiera saltado con la fiereza típica de la explosión amorosa. Cada uno de nuestros encuentros son eléctricos, con conexión a una distancia prudente para que el resto no sea partícipe del regalo secreto que mantengo abrazado en el corazón.

Varias noches me he dejado llevar por mis pasos y he terminado sentado frente al río, donde el aire es respirable estos días abrasantes y los problemas que uno tiene parecen más pequeños si las estrellas se despliegan en la bóveda. Todas las preguntas de las cuales llevo años esperando una respuesta se vienen abajo ante la grandiosidad obnubilante del desconocido exterior, arriba, más allá de hasta donde mis hermanos alcaravanes son capaces de llegar. La melodía del piano en mi cabeza se funde con el murmullo de las corrientes, y tus ojos son dos estrellas próximas en el firmamento. Tu rostro se difumina en las constelaciones, y por eso todavía soy incapaz de reconocerte. ¿Eres tú, muchacho de los scouts, el de los ojos claros, el que tiene que pasar el resto de sus días abrazado a mí? O no, por el contrario, ¿es otro...? Preguntas mudas.

Al terminar de escribir estas palabras me viene una sensación de déjà vu que me recuerda que el año pasado también escribí algo por estas mismas fechas, pero más extenso y con más esperanza. Todas las metas que aquel día escribí no se llegaron a alcanzar; mi vida se limitó a dar de nuevo un giro rotundo. Por eso este año, a un par de días de irme de nuevo de aquí, no voy a escribir sobre horizontes a los que deseo llegar, sino sobre montañas a las que quiero subir. Porque quiero sufrir la dura ascensión, si la recompensa es vislumbrar desde su cima todos los horizontes posibles a mi alrededor.

En el cuello de aquello niños vi tallada la flor de lis, y varias noches me senté frente a la Casa Lis. Coincidencias aparte, otro año más dejo atrás posibilidades, pero los exámenes llegan a su fin y debo volver al norte. Muchacho de los Ojos Claros, El Boy Scout, El Espalda Ancha, El de la Flor de Lis al cuello... ya formas parte de una colección de nombres y del camino de este alcaraván sin vuelo. Eres una huella más en la tierra que queda atrás...

Pero algunos siempre vuelven volando...



martes, 21 de junio de 2011

El significado de unas risas




Mientras estudiaba en la biblioteca y a la vez que escuchaba a Adele cantarme bajito al oído, escribí el comienzo de lo que será la siguiente entrada. Decía así:

Por el rabillo del ojo derecho veo a personas inexistentes pasar por mi lado, mientras que por el otro te veo a ti. De vez en cuando me he arriesgado a mirarte y he apreciado tus ojos claros clavados en las hojas sobre la mesa. Y entonces he recordado la risa de aquellos niños.

Con esas palabras me refería al chico que estaba sentado ayer por la mañana a una persona de mí. Considero que las descripciones físicas sobran, pues no es que sea un chico que llame mucho la atención o que destaque; se podría decir que es uno del montón: alto, de pelo negro, ancho de espalda, con unos ojos que se cuelan en mis sueños con su claridad y cuya mirada me hace echarme a escribir... Pero del montón.

La primera vez que lo vi, estaba en un descanso del estudio (uno de los muchos, debo reconocer) con una amiga en el parque de al lado a la biblioteca. Ella hablaba con su madre del cambio de piso y yo me limitaba a descansar la mente. El revuelo de risas, gritos y carreras llegó al poco de sentarnos y nos vimos rodeados por un montón de niños con pañuelos al cuello con un pasador de madera tallada y con un símbolo pintado en negro. Junto a ellos iban un chico más alto que yo y una chica regordeta. No sé cuánto medirá ese chico, pero teniendo en cuenta mi metro ochenta y cinco y que él me sobrepasa... aunque tan solo un poco. Llevaba un balón de fútbol en las manos y jugaba con los niños y niñas a su alrededor. A alguno de ellos lo escuché llamarlo por su nombre y creo recordar que empezaba por J, pero se debía de tratar de un nombre raro, porque no lo reconocí. Pensé en lo adorable que era jugando con los niños y niñas, en lo bien que sabía manejarlos. Confieso que lo que de verdad pensé es en qué buen padre sería. ¡Me río de mí mismo con sólo reconocerlo! Cuando pasaron por nuestro lado, me miró. No fue una mirada tímida, de esas a las que estoy acostumbrado, sino una carente de complejos. No había barreras en su mirar, sólo se limitaba a entrecerrar un poco los ojos por el sol y a mirarme. Me miró esa vez, y cuando jugaba con los niños y niñas también. No se puede decir que aquel chico jugara en mi liga, porque su aspecto y actitud eran muy de hetero. Sin embargo me volvió a mirar otra vez cuando se marcharon. Y aquellas miradas me las guardé para mí cerca de mi corazoncito, como un regalo otorgado en secreto.

Una amiga mía tenía en su habitación de la residencia del año pasado un pañuelo parecido al de aquellos niños, también enganchado con un pasador de madera tallada. Los colores no serían los mismos, pero sí del mismo estilo era el pasador, con la flor de lis tallada. Por eso cuando los vi supe que se trataban de scouts. Y si ellos lo eran, él también. Por eso cuando se marchaban me despedí desde el más puro silencio de mi mente con un: “adiós, muchacho de los scouts”. Y lo olvidé. Pero Dios quiso que me acordase de él para escribir estas palabras que sé que nunca leerá. Tan sólo un puñado de desconocidos sabrán que a comienzos de la semana pasada, cuando entraba una vez más en la biblioteca, me topé con su cara y sus ojos clavados en los míos, sin pudor. Y en ese momento fue cuando me di cuenta de cuan bonitos estos eran: claros, pero no sabría discernir en si eran verdes azulados o del color del cielo. Y tampoco a día de hoy lo sé, tras tantos encuentros por el estilo a las puertas de la biblioteca. Siempre que pasa por mi lado me mira a los ojos, a ningún otro sitio más, pero yo soy incapaz de distinguir su color exacto, su tonalidad escapa a mi percepción.

Y ayer tuve el valor de sentarme a su lado, aunque al final éste quedó reducido a la decisión de dejar un sitio de por medio, que luego otro chico ocupó quitándome la visión de sus brazos. Pero antes de eso yo lo observaba por el rabillo del ojo y escribí aquellas palabras; y él estudiaba, y estudiaba, y estudiaba... Yo cansado de repasar lo repasado no tenía más que hacer que dejar que mi mente volase y fantasease con otro encuentro con sus ojos. Pero me sentí como un idiota cuando no me miraba como yo lo hacía a él, cuando no reparaba en que me había sentado allí por él, porque sabía que llevaba tres días seguidos sentado en el mismo sitio. Y me sentí un estúpido y me lo repetí una y otra vez en el silencio de mi mente. Tonto, tonto, tonto... Siempre soñando... Me sentí con ganas de llorar por haberme permitido llegar a creer que algo podría suceder con aquel boy scout. Tonto, por haber soñado con un beso suyo.

Pero sé que me miró cuando entré por la puerta esta tarde, levantando la cabeza muy levemente. También las veces que pasaba por su lado, junto a su mesa. Y cuando se giró hacia donde yo estaba sentado. Y eso lo cambia todo... incluso el significado de la risa de los niños.


viernes, 10 de junio de 2011

Cuando la música cesa




La belleza no es sólo física. La música dibuja un entramado de emociones en mi corazón a veces más bellas que el más rojo atardecer en aquella playa. Sin ella las palabras serían más difíciles de sacar de mi cabeza, pues crea ese puente de melodías que aclaran el bloqueo y me hacen entrar en ese estado inclasificable en el que las palabras surgen de mí y se hacen físicas. Muchas veces, tras éste, me pregunto de dónde he sacado dichas palabras. Me asusto por si son mías o las he copiado de susurros en la noche. Pero el caso es que brotan de lo más profundo de mi ser, por eso a veces son tan extrañas. ¿Porque nos cuesta tanto conocer a nuestro yo interior?

La música activa en nuestro cerebro áreas corticales que nos ayudan a pensar con más claridad. Es la magia secreta de la música. Supongo que por eso es tan importante para todos, por muy poco que puedas entender sobre ella. Es por ello que la mayoría de las veces está presente en mi cabeza cuando escribo, y de ella impregno cada frase que plasmo en papel o escribo en el ordenador. Esa melodía de piano a cuatro manos que suena durante todo mi día y que nace de lo profundo de mis sueños y constituyen la semilla que de un momento a otro se hace palabras. Esa melodía que una y otra vez obliga a mi cabeza a recordar momentos del pasado y hacerme escribir esa historia tan lejana. A deshoras suena, lo hace en cualquier lugar, pues no entiende de horarios ni de reglas. Si no fuera por la música, ese universo tan curioso y lleno de magia con el que mi cabeza sueña y que día tras día va tomando forma no sería otra cosa más que un recuerdo vago que se apaga con la cadencia final de la melodía de un piano, que callado espera en mi salón a que dos personas pongan sus manos sobre sus teclas.

Llevo semanas dándole vueltas al motivo que me llevó a dejar que mi piano callase para siempre, y curiosamente encontré la respuesta en una serie. En ésta el hijo del protagonista había dejado de tocar tras la muerte de su madre en el primer capítulo. Su padre se preguntaba porqué su hijo había dejado de lado algo que tan feliz le había hecho durante años. Una mañana se lo pregunta, le dice que todos deben superar lo ocurrido a su madre y que deben continuar con sus vidas. Pero lo que el padre no sabía era que su hijo no había dejado de tocar porque su madre había muerto, sino porque él nunca se había interesado en cómo tocaba el piano. El hijo había dejado de lado una pasión a la que su padre nunca había prestado atención... Y ahora pienso yo, ¿cuántas veces se interesó mi madre porque tocara?, ¿cuántas veces contemplé en ella la misma cara de satisfacción que veía en mi padre cuando la música poblaba nuestra casa? Al escuchar al hijo increparle a su padre todo eso me pude ver a mí mismo haciendo lo mismo con mi madre. Entonces me di cuenta de que nadie me había instado a continuar con las clases de piano. Había propuesto el fin y lo habían aceptado, un error que un día como padre no pienso cometer, pues siempre hay que apoyar a tus hijos, pero a veces también hay que mostrarles cuan equivocados pueden llegara estar.

Y ahora ya es demasiado tarde para volver a poner mis manos sobre esas teclas. Me pregunto si sería capaz de hacer sonar alguna melodía. De vez en cuando lo hago en sueños y mis dedos se vuelven a deslizar por el piano con soltura. Pero en la realidad no existe la soltura, sino sólo torpeza.