jueves, 19 de enero de 2012

Decepción-Reconciliación



No es agradable esto de lo que voy a hablar, y mucho menos para mí. Escribirlo me desahoga, pero hacerlo aquí lo hace aún más. Y a su vez me da miedo. Ese mismo miedo que sentí al descubrir algo de mí que no creí que fuese a estar ahí, ahora es el miedo a que otros sepan de mí mi reacción ante una situación que me sobrepasó. El acontecimiento fue el siguiente:


Como toda narración que describa acontecimientos matutinos, ésta comienza conmigo saliendo de casa, pero tomando un camino distinto al usual para llegar al centro de la ciudad. Pero no por capricho, sino porque al punto al que quería ir era más rápido llegar por allí, que por el que siempre tomo. Como todos los días a media mañana, había gente en la calle. Gente que en minutos se convertirían en mis peores enemigos y a los que mucho odiaría, porque me iban a hacer parecer invisible.
Casi llegando al final de la larga avenida, alcanzando el horrible “pirulí” que se halla en en medio de una rotonda, una pareja salió de una esquina y me abordó. Ella tenía la cara demacrada y mirada triste, él la tenía sucia, con roña quizás, y su mirada era firme en mí. Me preguntó, él, que si tenía algo de dinero para dejarles, que tenían que comer y con un par de euros les llegaba. Su olor aún lo recuerdo (y no lo digo porque quede bien para la narración), una mezcla entre olor corporal rancio y aliento de borracho. Ella, sin embargo, me lo pidió por favor, que estaban durmiendo en cajeros y que si tenía aquella cara era porque se había levantado a las 7 de la mañana porque los habían echado. Entonces reparé mejor en su cara, y vi una herida extraña en un pómulo, como de rozadura. En efecto, tenía la cara sucia, y aquella rozadura estaba roja y era bastante grande. Él me agarró una mano enguantada y me dijo que no me pusiera nervioso, que ellos no robaban, que sólo me pedían por favor que les diera algo para comer. Yo mientras intentaba deshacerme de ellos, mi instinto de supervivencia me obligaba a irme de allí cuanto antes. No pensaba, sólo actuaba. Mi centro de atención eran sus manos y su mirada. Desconocía la cantidad de dinero que podía llevar en la cartera, ésta guardada en el bolsillo interior de la cazadora, pero por nada del mundo la quería sacar allí para que en un segundo echaran a correr con ella. No quería hacerlo.
-Sé que tienes dinero -me dijo él, ya con una mirada que me atravesaba hasta la nuca-, tienes pinta de tenerlo. Sé donde lo tienes.
Esas palabras ya hicieron que me temblara el pulso, que ya de por sí no es ninguna maravilla. Me puso tan nervioso con aquellas palabras que le solté:
-¿Me lo vas a sacar por la fuerza?
Me dijo que no, que no me preocupara por eso. Y volvió a repetirlo todo de nuevo, que les diera algo para comer, respaldado por su pareja. Mientras, nadie pasaba por allí, por la otra acera sí. Él añadió algo nuevo a su repertorio: que si hacía falta me harían un regalo, que les diera lo que tuviera y que ellos me daban unos guantes o no se qué. Yo no acepté nada. Saqué la cartera, la vacié en sus manos y comencé a alejarme. Ella me dio las gracias cuantas veces le dio tiempo, él se limitó a darse la vuelta y a guardar el dinero. Bueno, no sólo eso, también me enseñó los guantes que me quería dar.
Antes de irme le dije a ella (ya que había perdido todo el dinero que llevaba encima) que comiera algo, que se metiera lo que quisiera, pero que comiera. Ella sólo me dijo:
-No, yo no me meto nada...


Me fui de allí temblando y con una mezcla de emociones que no comprendía hasta pasado un buen rato. Había pasado miedo, pero miedo por él. Por otro lado, había sentido pena, pero sólo por ella... su mirada era tan triste cuando me dijo que dormían en un cajero. También tenía una rabia que no me dejaba parar de pensar en cosas que ahora me avergüenzan. No fueron ni veinte euros los que me quitaron, pero era con los que iba a hacer la compra. Si al menos supiera que en realidad los iban a gastar en comida me daría igual, yo mismo pude haberles comprado algo, pero sabía que los iban a gastar en un chute que les duraría un día (u horas) y eso me reconcomía por dentro. Con la rabia me había quitado el guante por el que me había cogido la mano. En una esquina tiré los dos al suelo. Con ese hecho me sentí clasista, irrespetuoso y nada comprensible con su situación. Pensé, ¿cómo yo, con mis valores y que estudio para ayudar a las personas, me puedo dejar llevar por el rencor hacia un robo que no sé ni siquiera si se le puede llamar propiamente así? Pero algo estaba claro, aquella mañana había descubierto algo de mí que no me gustó nada. Reaccioné como un niñato y no me lo puedo sacar de la cabeza. Al menos sí puedo decir que aquellos guantes los tengo en casa, que volví sobre mis pasos y los recogí. Y ahora siento la necesidad de pedirle perdón a alguien por todo lo que pensé, por mi reacción... Pero es sólo conmigo con quien me tengo que reconciliar.


2 comentarios:

  1. hola Pablo.
    he leído con expectación tu relato de los hechos.
    antes que nada me alegro que no pasara nada grave.aunque las heridas que te han quedado son internas que a veces son más difíciles de curar que las que se ven.
    nunca nos esperamos que nos suceda algo así y cuando sucede nunca sabemos como reaccionar. yo espero que todo vuelva a la calma en tu interior y que esto quede como un mal recuerdo que espero no se vuelva a repetir.
    SALUDOS AMIGO.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias por tus palabras. Ahora creo que lo veo todo desde una perspectiva diferente y más positiva.
      Un saludo!!

      Eliminar

Puedes dejar tu opinión: