miércoles, 15 de agosto de 2012

El primer vuelo




Era muy pequeño cuando comencé a echarlo de menos.
Soy incapaz de encuadrar el momento en una línea temporal concreta; ni siquiera sabría decir exactamente qué edad tendría por entonces. Digamos que era poco más alto que el paraguas de mi abuela y tan ligero que trepar por la baranda de la fachada de su casa me era muy sencillo.
Los sábados mis padres y yo teníamos por rutina ir a comer a casa de mi abuela paterna. No era por obligación a hacer una visita, pues vivían, y aún lo hacen, en la casa de al lado a la mía. Era más bien una monotonía. Yo solía saltar el muro que separa ambas casas e ir para comer antes. Mis padres lo hacían luego, cuando llegaban de trabajar. Recuerdo que aquel mediodía desde el mar se levantaban unas nubes grises que teñirían esta parte de Galicia de su habitual color de invierno.
Como siempre después de comer yo, llegaron mis padres y todos se reunieron a la mesa para comer. Yo no. Salí al exterior y comencé mis juegos conmigo mismo y mi mundo imaginario. Otra vez soy incapaz de recordar, pero supongo que el juego iría sobre algo de brujos, magia y mundos encantados. Me encantaba soñar que en el mundo existía la magia. Solía entrar y volver a salir por la puerta de la gran casa, o en su defecto hacerlo por una ventana que hubiese quedado abierta, y fingir que al hacerlo viajaba a un mundo paralelo en el que todo ser mágico existía. Un mundo con magia me parecía más seguro. Me sentía a salvo con un poder mágico en mis manos.
La tormenta se acercó y el viento comenzó a arreciar. Un viento loco que me alborotaba el por entonces largo pelo. Corría de un lado de la finca a otro simulando que algún ser malvado había mandado aquella tormenta para derrotarme. Fui directo al pequeño muro que separa la finca de un pequeño bosque que hay detrás de ambas casas y me aferré a la red verde que mi abuelo había puesto sobre éste, tensada por unas barras de hierro (de tal forma que aunque me colgara de ella no cedía). El viento del mar que venía por mi derecha me empujaba con fuerza hacia atrás y yo tenía que agarrar con fuerza la red para no caerme.
Dejo claro ya que mi memoria es pésima; aunque en mi favor alegaré que era muy pequeño para recordar los detalles. Pues bien, lo importante es que recuerdo que me puse a hablar con el viento, pidiéndole que me diera la capacidad para volar y hacerlo lejos de allí. Mi deseo era viajar a un mundo lejano en el que el sufrimiento se curase con un rayo de magia que sale de la palma de la mano.
Abría los brazos y me mantenía en equilibrio como podía. Cerraba los ojos y sentía el viento envolverme. Pasaba por debajo de mis brazos y soñaba que eran alas. Podía sentir cómo de haberlas tenido éste podría mover las plumas. Incluso llegué a agitarlos como si fuese a emprender el vuelo en cualquier momento. De haber sido así habría gritado de alegría, me habría dejado llevar por las corrientes, incluso aprovechar alguna para ascender y ponerme a una altura adecuada para que todo el pueblo pudiese ver al niño que había conseguido que el viento le regalase unas alas y le permitiese volar muy lejos de allí, hacia un mundo con magia.
Supliqué y recé, pero no a Dios directamente, sino a su aliento, a su viento. La única voz que me devolvió fue la mía propia. La única respuesta, la protesta de los árboles al ser zarandeados con tanta virulencia. No había manera de llegar a ningún lugar más allá del sol, como yo deseaba. Incluso llegué a coger el paraguas de mi abuela, que descansaba apoyado contra el muro, abrirlo y soñar que como Mary Poppins sería capaz de volar. Pero tampoco. Lo único que conseguía era caerme una y otra vez del muro, arrastrado por el paraguas abierto.
Y entonces fue cuando lo eché de menos. Volar. Ansiaba volar, ser un pájaro que se ve arrastrado por la tormenta hacia un mundo de color. Nombres como Nunca Jamás, El País de las Maravillas u Oz me pasaban entonces por la cabeza. Ahora sé que cualquiera que contuviese un poco de magia me sería suficiente. Pues en este mundo en el que me veía encerrado pedía un milagro a gritos.


Años después el viento me vuelve a recordar aquel día. Pero esta vez no es como las anteriores. Esta vez me hago llamar Alcaraván Sin Alas. Esta vez escribo metáforas y símiles sobre mi vida y el volar. Entonces por mi cabeza cruza un pensamiento: que nada ocurre por casualidad. Ese día fue el primero de muchos otros en los que añoraría lo que una vez había tenido y que me habían arrebatado: alas y magia. Y me veo postrado en este cuerpo desconocido, sin ninguna de las dos cosas y obligado a moverme con mis propios pies y a enfrentarme a dos males de los que todo ser humano escapa: dolor y sufrimiento.
Pero me sitúo delante del espejo y me digo: “no lo estoy haciendo nada mal”.


2 comentarios:

  1. Hay momentos tristes en esta historia de soledad pero al final brilla la esperanza y el espejo te devuelve una sonrisa.Me alegro de la última frase.
    Yo no recuerdo mi niñez con tristeza, es mas, la recuerdo alegre, casi siempre en casa de mi abuela a la que tanto quise y quiero,allá donde este lo sabe muy bien que nunca he dejado de quererla.Ahora seguro que estará un poco triste y enfadada conmigo por esta vida desordenada que llevo.
    Lo que si recuerdo bien fue mi adolescencia que fue un infierno.Una tristeza constante.Una soledad absoluta que aún arrastro.
    En fin Pablo, yo también hecho de menos unas alas y un poco de magia para darles vida y volar a sitios donde los sueños se cumplan...

    Un abrazo grande!!!!

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    1. Yo no he tenido una mala infancia, sólo una en la que me pasé con eso de soñar. La adolescencia fue una consecuencia de esos sueños no cumplidos.
      No cometamos el error de Ícaro, pero forjemos unas alas que nos hagan alzar el vuelo lejos de este mar de lágrimas, hacia un mundo de soñadores como nosotros.
      Soñar es gratis amigo.
      Un abrazo!

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